Un
alumno, cuando ya terminaba etapa con un grupo de varios años de permanencia continuada, llegó a mi clase con todas las evaluaciones,
de cursos anteriores, insuficientes. Era un chaval de características físicas muy especiales: alto, delgado, de pelo muy
rubio y riado y un aire de indiferencia tal que parecía un consumado
despistado.
La
maestra que me había precedido, me advirtió en estos términos: al “prenda” sólo
le gusta hacer aviones de papel. Dice
que va a ser piloto, pero lo único que consigue con sus tonterías es no dejar a
nadie tranquilo con sus dichosos avioncitos.
Los
primeros días lo dejé cómo si no viera que sólo se dedicaba a hacer aviones y
echarlos a volar por las mesas de los compañeros.
Pero,
al fin, y tras pensar decididamente qué hacer, decidí hablar con él: ¿por
qué no estudias
algo? -le pregunté-. Está bien que te gusten los aviones,
pero hay tiempo para todo. Tienes que
aprender algunas cosas... Es que yo voy a ser piloto -me interrumpió-. ¿Y crees que los
pilotos no tienen que estudiar..?
Ya
eres un hombre, y así, poco o nada vas a conseguir en la vida. Tienes que
estudiar, esforzarte... ¡Si los libros –me contestó- son un montón de letras
y tonterías! ¡Si se me olvida lo que leo! ¡Si no me gusta leer! ¡Si los libros
no hacen risa!
Aquellas palabras me llevaron a comprender algo que no
era nuevo para mí: efectivamente los libros de texto, tal y cómo él los había
percibido, era, son, casi un imposible
para un alumno de diez años.
Y aquel alumno había llegado, a fuerza de no
saber leer, de no comprender nada, de no tener idea de cómo sintetizar ni un
sólo párrafo, había llegado, digo, a aborrecer todo lo referente al estudio.
De
ahí que se pasara el tiempo haciendo aviones bastante sofisticados y creativos
que, al lanzar por toda la clase, originaban desórdenes y propiciaban un ambiente festivo que
contagiaba a todos.
Tras aquella conversación se me ocurrió una idea:
pactar algo con él. Le dije: Si quieres hacemos
un trato. Puedes hacer todos los aviones que quieras, pero con una sola
condición: los tienes que enviar a mi
mesa y en ellos me tienes que escribir
mensajes, preguntas... lo que quieras, y
yo te contestaré, devolviéndotelos.
La
cara se le iluminó de felicidad. Exclamó: ¡bien, que guay!
Y
a partir de aquel día, sentado en una mesa casi pegada a la mía, los aviones
llegaban incesantemente a mi mesa con mensajes sencillos de mala letra, peor
ortografía y como tema casi exclusivo, al principio, los chivateos propios del alumno que no sabe qué escribir: Miguel
está copiando. Josefina
le manda papelitos a Óscar. Etcétera.
Yo,
como si no leyera sus mensajes, le provocaba otros. Por ejemplo: no sé cómo
vuelan los aviones. ¿Lo sabes tú? Es una
cosa curiosa que me gustaría conocer.
Y
le devolvía el avión. Pasado un rato el avión llegaba de nuevo a mi mesa: no
lo sé pero vuelan como los pájaros. A lo mejor mi padre lo sabe.
Y
otra vez el avión a mi mesa: Se me ocurre una idea: pregúntale esta noche
a tu padre y mañana me lo cuentas, si lo sabes. Yo también voy a buscar en un
libro.
Y
de nuevo el avión volaba de regreso.
Los
demás alumnos, al principio, reían al ver cómo el avión iba y venía, pero pronto
se acostumbraron y todo el mundo trabaja con total normalidad.
Poco
a poco se fue motivando y superando en un intento constante de contarme cosas
sobre los aviones, cosas que entre su
padre y él investigaban y que lo
implicaban en estudio, lectura,
escritura...
Un
día, le propuse que explicara a los compañeros todo lo que llevaba descubierto
y aprendido. Lo hizo con grandes
dificultades de expresión, pero con gran
satisfacción al sentirse en posesión de algo que pudiera interesar a los
alumnos y, ante todo, que fuera tan valorado por mí.
En
definitiva, poco a poco, se fue integrando, pero durante un tiempo me serví de
los aviones para que por fin hiciera algo de Matemáticas, Sociales, etc.
Un
problema, por ejemplo, se lo enunciaba así:
Si un avión corre a 300 kilómetros
por hora, ¿cuánto tardará de Córdoba a Madrid, si la distancia en kilómetros es
de 400 Km. ?
Sobre Sociales: Si tú fueras en ese avión
y pudieras asomarte por una ventanilla, ¿qué verías como más destacado?
En fin, la estrategia funcionó.
Muchas veces me he preguntado por qué fracasan los alumnos y muchas veces me
respondido y lo sigo haciendo que los fracasados de verdad somos nosotros:
sistema, libros de texto, maestros...
No se conoce el mar por bañarnos en sus orillas,
para conocer el mar, hay que estudiar, y conocer sus profundidades.