Dice Daniel Pennac,
prestigiosa pluma del panorama francés, que el verbo leer no admite el
imperativo, sino que su uso como tal mandato ha sido la causa de muchos
rechazos viscerales a la lectura. Los hombres, todos los hombres, deberían leer
con la naturalidad con que hablan y con la cotidianidad con que se relacionan
entre si, porque leer es parte más de la vida, mediante la que podemos ponernos
en contacto con otros mundos, con otros sueños, con otros pensamientos, con
otras ilusiones, con otras penas... Desde hace dos años vivo la experiencia de
fomentar la lectura en las muchas veces criticadas redes sociales. Por
supuesto, no hay autoridad, ni mandato ni nada parecido para lograr que la
gente lea y, no obstante, hemos logrado un grupo de unos cien lectores diarios
por término medio. La clave no es otra que lecturas sencillas, amenas, breves,
lecturas que comprendan y con las que se identifiquen. Un auténtico placer,
comentarios en los que confiesa, gente mayor, que no tuvo oportunidades, que al
fin, por primera vez leen y lo hacen con sumo gusto.
Creo que algo así habría
que hacer con los pequeños, agobiados con libros que no les gustan, que no
comprenden y que tienen que leer por obligación, pero es que además entre
padres y maestros, y con el gran abanico de ocio que hoy día compite
ventajosamente con la lectura, provocan cada vez más continuos desencuentros
entre los pequeños y los libros. La lectura es un valor, y su práctica habitual
rebasa el ámbito escolar al que con mucha naturalidad, los padres asocian casi
en exclusiva.
La lectura no debe ser considerada simplemente como un proceso
más de aprendizaje, sino sobre todo porque mediante su dominio se adquirirán
destrezas, actitudes, competencias que le van a resultar imprescindibles en la
vida cotidiana y en su integración social. Fomentemos, pues, la lectura, pero pensando y comprendiendo más al lector que a nuestras
puede que ancestrales formas de entender qué es leer
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