miércoles, 22 de mayo de 2019

MI QUERIDA NIÑA

DIARIO CÓDOBA / EDUCACIÓN

Casi no puedo recordar los años que me separan de Lucía, aquella niña de mejillas azuladas, ojos pequeños y vivos como gotas de agua, aquella pequeña que encontré en una escuela de pueblo. No obstante, mi querida niña --hoy serás una mujer-, el tiempo transcurrido, tu recuerdo ha permanecido en mi memoria. Un maestro, ¿sabes?, es como una esponja gigante que, gota a gota, sin perder ni una, se va empapando de los sueños, del amor, de la alegría, dolores, angustias que desequilibran y azotan a seres tan indefensos como lo eras tú.
Por eso, pequeña, compendio de tantos desamores e incomprensiones, te quedaste para siempre, y en lugar privilegiado, en la historia de mi vida. Lucía era de esos niños que desesperan a padres y maestros, porque su comportamiento estaba lejos de ajustarse al modelo convencional que la lógica de los adultos ha dictado e impuesto como ley. No había nada más que ver sus brazos de fideo siempre acardenalados y oír sus desconcertantes e ingenuas explicaciones: «Es que mi madre me da pellizcos, y mi padre me pega porque no aprendo, y las maestras me castigan y yo no quiero escuela y es que yo quiero ser peluquera».
Por tercera vez aquella pequeña repetía primer curso. Me la presentó  su última maestra: ahí tienes a Lucía, un traste que no  hace nada más que molestar. Por edad   destacaba en todo entre sus compañeros. Su casi exclusiva actividad consistía en tratar de peinarlos, para lo que en el bolsillo llevaba una peineta y un bote con agua. Las protestas eran continuas y justificadas.
Un día le propuse un trato: «Cuando salgan los niños, me peinas a mí, pero a cambio tengo que enseñarte a leer». 
Y cada tarde, las manos suaves de aquella niña se deslizaban por mis cabellos, al tiempo que repetía: «Ma, me, mima», etcétera. Cuando acabó el curso leía y escribía sin problemas. Mi interinidad no me permitía posibilidad de volver al curso siguiente.
La tarde de mis despedida, los alumnos rodeaban mi coche con expresiones de cariño y hasta con lágrimas, pero Lucía no estaba. Esperé y hasta con algo de ansiedad me resistía a irme sin despedirme de ella.  Al  fin, atardecía y no podía esperar más, pero nada más alejarme del Centro Escolar salió al paso de mi coche, arrojándome un ramo de amapolas, al tiempo que con lágrimas me decía: «¡Qué mala pata el que tenga que irse!» Y se me abrazó sin palabras; también yo me quedé muda. De nuevo mi coche en marcha y por el espejo retrovisor  una niña con la mano levantada, imagen que para siempre quedó grabada en mi memoria y sobre todo en mi corazón y sentí rabia por no poder cambiar una enseñanza que nada tenía, ni  tiene que ver con los intereses de los niños, y sentí rabia por dejar a Lucía  en manos de nadie.

  

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