DIARIO
CÓRDOBA / EDUCACIÓN
26/11/2014
El pasado día
veinte se celebro el Día Internacional de la Infancia, día que debería
conducirnos a una responsable reflexión y análisis.
Una anécdota nos
puede colocar en el umbral de cuán importante es prestar atención, no solo a
todo lo que los educadores en general hemos convenido como necesario, sino a
las palabras que pronuncia un niño y que tan desapercibidas pasan a veces para
los adultos.
Un alumno de seis
años me decía: Seño, mi madre, por mucho
que le hablo, no me contesta. Será que no te oye -le dije por contestar algo-.
Sí me oye -insistió rotundo el pequeño-, porque mi padre le habla muy bajito y
ella le contesta. ¡Mi madre no es sorda!
Un día quise
investigar qué podía pasarle a la madre para que el pequeño tuviera aquella
idea de no ser oído. La madre, una mujer joven y receptiva, me facilitó el
trabajo y directamente le conté lo que el niño me había dicho. Con una forzada
sonrisa, exclamó: ¡Lleva razón el niño!
Pero es que tengo seis hijos, señorita, y él es el mayor. Dos son mellizos, y
la verdad es que no tengo tiempo de pararme a escucharlos.. ¡Todo el tiempo es
poco para arreglar la casa, hacerles la comida y tenerles las ropas a punto!
¡Si me tuviera que parar a escucharlos..!
Por supuesto,
entiendo cuán necesario es para una madre atender, en primer lugar, las
necesidades llamadas básicas: comidas, ropas, etcétera. No obstante, desde mi
punto de vista es sumamente básica la necesidad de sacar tiempo y oír lo que
dicen los niños. No debería haber oídos sordos para las palabras de un niño, ni
debería haber ojos ciegos para los escritos de un niño. Ellos sólo tienen
palabras, bien orales, bien escritas. Los mayores tenemos además la obligación
de escucharlos y entenderlos y, entre otras razones, porque la infancia se nos
escapa mucho antes de lo que creemos y la madre y maestra calle ¡sí que los
escuchara, entenderá y marcará para siempre!
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