A
la puerta de un colegio, donde yo estaba destinada, cada día, a la hora de la
salida, se repetía el mismo espectáculo: un matrimonio separado pugnaba
abiertamente por llevarse a su pequeña de
nueve años, alumna de mi clase. ¡Se viene conmigo! -gritaba el padre- ¡Se
viene conmigo! -gritaba la madre-. Y se peleaban e incluso agredían a la
pequeña, tirando de ella de un lado para otro.
Como
prácticamente todos los alumnos y alumnas del Centro eran testigos, en la clase
se suscitó el debate: ¿con quién debería irse la pequeña? No sé si con acierto,
intervine: que hable ella primero –sugerí-. Tímidamente, la niña dijo:
-Yo
quiero estar mejor con mi madre, porque si me voy con mi padre, ¿quién me va a
hacer la comida?, ¿quién me va a despertar para venir al cole? ¿quién me va a
lavar la ropa? ¿quién me va a hacer las tareas?
Un
compañero de clase dijo:
-Pues que tu padre aprenda a lavar, a guisar, a …
-Mi
padre -interrumpió la pequeña- es ya muy grande para ir al colegio, y él lo que
sabe es subir del bar y ver el fútbol.
Sorprendida
por lo que oía, me dije: en esta clase
tendría que haber una lavadora, una cocina, una plancha... En todas las clases
del mundo tendríamos que preparar, tanto a mujeres como a hombres, para que el
día de mañana sepan hacer algo más que “subir del bar y ver el fútbol”, y algo
más también que guisar, planchar, lavar...
Efectivamente, en la escuela y mediante la educación, se debería aprender
algo más que “números y letras”. Se debería aprender a ser felices, corrigiendo
cosas “viejas” y haciendo crecer nuevas.
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