DIARIO CÓRDOBA/EDUCACIÓN
11/3/2015
De vuelta de
un largo viaje me detuve en la cafetería de un pueblecito al anochecer. Hacía
calor. El pueblo -dos calles- estaba solo como si el halo que envuelve los
arreboles del cielo hubiese paralizado a los habitantes de aquel lugar privilegiado.
Algunos
ancianos, sentados en las mecedoras de siempre, sumidos en el sopor de la hora,
parecían espectros de otros tiempos. Me tomé el café y respiré hondo. De
pronto, me asaltó una interrogante: ¿acaso no había niños en aquel pueblo? Mi
curiosidad me llevó hasta sonsacar la tranquilidad de un buen hombre de los de
la puerta en mecedora.
Pocos
chavales, ¿no? -le pregunté- ¿Pocos..? Aquí, en la casa, siete, y en el
pueblo... ¡hay nenes para rabiar! -me contestó, con gangosas palabras-. Lo que
tiene es que están enjotaos con la leche esa de la televisión y los juegos
esos, como se llamen, y como hoy día las criaturas no se privan de nada-
Sentada en
el rebatillo tomaba nota de cuánto iba diciendo. Me quedé preocupada y
reflexiva: en mi infancia, al atardecer, las calles era eclosión de niños
jugando, pero hoy los niños no juegan y no es solo cuestión de aparatos sino
también de tareas, de clases particulares, deportes, etc. Creo que una buena
gestión de padres sería precisa para equilibrar esta necesaria balanza, pero
también los maestros tendríamos que promover el valor del juego que socializa,
que es comunicación y salvavidas de tantos y tantos rigores a los que, entre
todos, sometemos a los niños y por supuesto sin dejar de estimular y valorar el
progreso entendido en su justo término, así como los beneficios que de él se
pueden lograr.
"Cuando,
en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, por la oscuridad morada,
los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco
a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...".
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