Buenos
días, amigos; cada noche dedico un rato a la lectura. Ayer me dio por repasar
una obra inédita que titulé, hace
tiempo, Experiencias Pedagógicas. En ella
recojo peripecias vividas en las escuelas, en los pueblos y con la
gente. Me impresionó mucho una vivencia que tenñia algo olvidada, Hoy os la
cuento porque todos, pero en especial los maestros podemos hacer por todos, en
general, mucho más de lo que es puramente profesional. Os gustará.
Carmencita, una pequeña de aquella escuela de
un pueblo ya muy lejano en el tiempo, que vivía sola con su abuela, algo que yo
ignoraba por completo, si bien tenía observado que a las reuniones de tutoría jamás
asistían familiares algunos por su parte. Un día, me dijo: Mi abuela está en la cama y no puede
levantarse. Yo le hago todas las cosas y la peino, y la lavo, y la levanto,
pero, ¡anda que no pesa! Está mala del corazón, ¿Y cómo es eso de que tu la cuidas?
-pregunté- ¿Dónde está tu madre, tu
padre, tus hermanos...? Mi
padres y mis hermanos viven en otro pueblo y como somos muchos, y mi abuela
está sola, me trajeron aquí para que la cuidara.
Las palabras de aquella pequeña me conmovieron profundamente.
Ella era lo que se dice una niña desenvuelta, trabajadora, pero nunca hubiera pasado por mi cabeza la
idea de su soledad, a no ser por su confesión, mezcla de espontaneidad y dolor.
Cada tarde -fue mi decidido propósito-,
al finalizar las clases, me desplazaba a casa de Carmencita. En una cama
de perinolas doradas, que ocupaba toda la habitación, estaba aquella mujer,
efectivamente, pesada, vieja y enferma. La pequeña sólo tenía once años y,
como una mujercita, llevaba todo el peso de la casa y la atención a su abuela
que, en delirios, me comentaba: Todos
los días viene a verme un niño precioso:
trae una bola en la mano. Se sienta al pie de la cama y me sonríe. Yo no quiero
que se vaya, pero, cuando pasa un rato conmigo, desaparece.
Aquella historia, y otras que la pobre
vieja relataba, me ponían los vellos de punta, pero, en un esfuerzo, muy
superior a lo que yo podía, y dirigida por Carmencita que llevaba la voz
cantante, arreglaba la casa, hacía algo de comida, y, entre arcadas, le
cambiaba sábanas, mullía el apelmazado colchón de borra que olía a orines
manidos.
Una tarde la pequeña faltó a clase.
Nada más llegar a la casa, me esperaba
en la puerta:
Mi
abuela no se despierta y lleva mucho rato durmiendo. Un
escalofrío me corrió de pies a cabeza. Yo jamás había visto la muerte, y allí me di
de cara con ella. Recuerdo también mi atropello, desconcierto... ¿qué hacer?
Corrí a la calle, busqué ayuda entre las vecinas y una de ellas, otra pobre y anciana mujer, la amortajó.
Aquel evento me costó una enfermedad.
Noches de insomnio, sin poder apartar de mi mente la imagen de la mujer muerta
que me soliviantaba cada cabezada que intentaba dar.
A Carmencita, tras muchas idas y
venidas a familiares, se la llevaron unos tíos. Durante mucho tiempo me
escribía con bastante frecuencia.
Y así pude seguirla, ayudarle hasta
que, poco a poco, se hizo mayor, si bien
con más premura que correspondía a sus años.
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