jueves, 11 de mayo de 2017

Mendigo de  piel negra, ¡muy negra!, disfrazado de no sé qué, a pie de semáforo, horas, muchas horas de pobreza y rigores, con la mano extendida, de coche en coche,  de ventanilla en ventanilla. “No, no…” -repetían gestos de cabeza tras herméticos cristales. Yo,  en mi cafetería habitual, arrellanada en cómodo sillón, justo frente a él, piel blanca, buen desayuno y limosna en nómina, lo observaba.
Apartándose unos pasos  de su puesto   oficial de mendigo, entró en la cafetería. Por unos instantes, expectación y silencio. Después, demasiado pronto, alguien exclamó: ¡valiente mamarracho!  No sé cómo fue pero me hicieron daño aquellas palabras. Miré, me miré, me vestí con la piel negra, muy negra, de un ser humano, nacido de útero blanco, cuya estrella  debió caer en noche, muy negra, y que, con la mano extendida suplicaba una limosna.  Y me vi huérfana de patria, casa, familia… 
Y no sé como fue pero, al sentirme negra, miré, me mire y me vi, nos vi a todos auténticos mamarrachos blancos. Demasiado blancos, tan blancos que parecíamos negros.







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