lunes, 4 de enero de 2016

De Memorias de una Maestra

 Hoy, amigos, os traigo un resumen del capítulo primero de mi obra, editada por Desclée “Memorias de una Maestra”. Y lo hago porque ser maestro es algo más que estudiar una carrera y sacar un título. Ser maestro es una vocación que conlleva en todos los tiempos decisión y coraje para luchar contra las adversidades, que son muchas y variopintas  Esta obra la reescribo y dedico a mi nieta Amalia que será una gran maestra y a mi hija Isabel  que ya lo es                                                              
En septiembre del mil novecientos cincuenta y ocho sin más equipaje que una pesada maleta de madera, llego a Palma del Río donde me aguarda mi primera escuela: unitaria número cinco, situada en un barrio marginal del pueblo, Duque y Flores. Allí estuve un curso como provisional. Las escuelas -una para niños y otra para niñas- eran de nueva creación. Al tomar posesión, alguien me advirtió: Es un barrio muy difícil. La gente vive en chozos y  lo mismo están amancebados los padres con las hijas que los hermanos con las hermanas.
En mis deseos de ser maestra  aquellas advertencias, no sólo no me asustaron sino que, por el contrario, me estimularon: me entregaría en cuerpo y alma a la escuela, al barrio, a todo lo que fuera necesario. La escuela era alegre. Estaba rodeada de huertas que, en todos los tiempos, exhalaban fragancias y matizaban de tonos verdes el paisaje de aquel lugar. Algo más alejados estaban los chozos, la pobreza, la miseria moral y humana de la que tanto me habían hablado. 
Un día, al poco de llegar, decido dar una vuelta por aquel lugar. Había llovido. Unas niñas me acompañaban. Recuerdo cómo sufrí, en mis pocos años, con el espectáculo que presencié: personas mayores, niños, animales... revueltos en barro, viviendo y durmiendo en charcos. Sus miradas, increíblemente, negras, y sus carnes, entre andrajos, curtidas por las intemperies de muchos días y noches, eran claro exponente de hambre, miseria, abandono... Un sarmentoso anciano, medio paralítico, apontocado sobre una viejísima vaca, me dijo:  váyase de aquí señorita; no es sitio para usted...

No obstante, aquel lugar, aquella gente me quitaban el sueño. ¿Cómo ayudarles? ¿Qué hacer por ellos? Con muchas idas y venidas, logré leche en polvo y queso americanos, no sólo para mis alumnas, sino también para familias del barrio, carentes de todo y a las que yo, cada tarde, al terminar las clases y mediante una campana, convocaba. 
Y allí, rodeada de azahares, en aquellos luminosos atardeceres de huertas junto al río, mi reencuentro diario con pequeños y mayor No recuerdo palabras, sólo como un sueño ancestral, mis deseos de dignificar la escuela publica, de trabajar por aquellas setenta niñas, por aquel barrio que nunca, nunca   podré olvidar, pero sucedieron tantas cosas…

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