En septiembre del mil novecientos cincuenta y ocho sin más equipaje que una pesada maleta de madera, llego a Palma del Río
donde me aguarda mi primera escuela: unitaria número cinco, situada en un
barrio marginal del pueblo, Duque y Flores. Allí estuve un curso como provisional.
Las escuelas -una para niños y otra para niñas- eran de nueva creación. Al
tomar posesión, alguien me advirtió: Es
un barrio muy difícil. La gente vive en chozos y lo mismo están amancebados los padres con las
hijas que los hermanos con las hermanas.
En mis deseos de ser maestra aquellas advertencias, no sólo no me asustaron
sino que, por el contrario, me estimularon: me entregaría en cuerpo y alma a la
escuela, al barrio, a todo lo que fuera necesario. La escuela era alegre.
Estaba rodeada de huertas que, en todos los tiempos, exhalaban fragancias y
matizaban de tonos verdes el paisaje de aquel lugar. Algo más alejados estaban
los chozos, la pobreza, la miseria moral y humana de la que tanto me habían
hablado.
Un día, al poco de llegar, decido dar una vuelta por aquel lugar.
Había llovido. Unas niñas me acompañaban. Recuerdo cómo sufrí, en mis pocos
años, con el espectáculo que presencié: personas mayores, niños, animales...
revueltos en barro, viviendo y durmiendo en charcos. Sus miradas,
increíblemente, negras, y sus carnes, entre andrajos, curtidas por las
intemperies de muchos días y noches, eran claro exponente de hambre, miseria,
abandono... Un sarmentoso anciano, medio paralítico, apontocado sobre una
viejísima vaca, me dijo: váyase de aquí señorita; no es sitio para
usted...
No obstante, aquel lugar, aquella gente me
quitaban el sueño. ¿Cómo ayudarles? ¿Qué hacer por ellos? Con muchas idas y
venidas, logré leche en polvo y queso americanos, no sólo para mis alumnas,
sino también para familias del barrio, carentes de todo y a las que yo, cada
tarde, al terminar las clases y mediante una campana, convocaba.
Y allí,
rodeada de azahares, en aquellos luminosos atardeceres de huertas junto al río,
mi reencuentro diario con pequeños y mayor No recuerdo palabras, sólo como un
sueño ancestral, mis deseos de dignificar la escuela publica, de trabajar por
aquellas setenta niñas, por aquel barrio que nunca, nunca podré olvidar, pero sucedieron tantas cosas…
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