Se llamaba Carmen. unos diez años, delgada, de piel azulada, casi pelada al rape, ojos negros, muy negros, y pequeñitos, muy pequeñitos. Era mi primer día de destino provisional en aquel bonito pueblo.
Primer claustro primera adjudicación de alumnos. Alguien exclamó: Carmen, este curso,,le toca a Isabel que es nueva. Otro alguien, con un gesto y leve movimiento de manos, me decía; ¡anda, hija, ya vas arreglada! Y la pequeña Carmen, en aquel fatídico sorteo de alumnos, efectivamente, me tocó a mí.
Primer día de clase. Treinta y cinco alumnos de primer curso. Entre ellos destaca Carmen por estatura. Me presento, se presentan. Ella, Carmen, a su nombre añade: a una servidora no le gusta leer. Pues, ¿qué te gusta hacer? -le preguntó-. ser peluquera -contesta- y efectivamente, la observo mañana y tarde. De un lado para otro, con una peineta en la mano y un pequeño bote con agua, intenta, de pequeño en pequeño, peinarlos con chorreones de agua que provocan las consiguientes protestas y hasta lágrimas de los pequeños.
No sé qué hacer con ella. Se niega a estar sentada, a leer, a escribir... Limpia la pizarra, baja estos papeles al director, ordena el armario, etc. etc. Trató de que, al menos, no moleste a los compañeros.
Un día se me ocurre una idea: si quieres -le digo- tú me peinas a mí y, a cambio, lees un poco cada día. El trato queda "cerrado".
Y cada tarde, cuando a las cinco salen todos, ella me peina, y yo le voy señalando en una cartilla las primeras letras que repite gustosa. Así, un día y otro. Carmen empieza a leer y escribir palabras en la pizarra. Llega el fin de curso y Carmen, con atención especial, termina lista para pasar de curso. Me despido de todos y cada uno. Carmen no está. La busco y tengo que irme. Quiero verla porque mi destino en aquel pueblo era por un año. Me llegan las siete y Carmen no aparece; tengo que irme.
Rodeada de alumnos arranco el coche sin dejar de buscarla y, nada más salir del pueblo, cuando oigo todavía el griterío de la despedida, Carmen, medió escondida detrás de un árbol, me arroja por la ventanilla un manojo de jaramagos. Me detengo para abrazarla y se aleja corriendo sin mirar para atrás. Era evidente: no quería, no podía despedirse; yo tampoco.
Han pasado años. Muchos, pero sigo sintiendo la caricia de sus manos sobre mis cabellos en atardeceres de invierno,cuando tan solo unos débiles rayos de sol son testigo de aquella "clase" tan maravillosa que nunca olvidaré.
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