Mi querida nieta Amalia que por vocación
has empezado la carrera de magisterio, desde la experiencia y mi gran dedicación
a tan complicada tarea como conlleva serlo, te quiero subrayar algo en la obra que te dedico:
por muchas dificultades, zancadillas, envidias que encuentres, no te apees de la ilusión y amor a tus alumnos que deben ser la antorcha que ices con alegría y orgullo
sin dejar que se apague ni un solo día.
Buenos días, compañeros y amigos: hoy uno de
septiembre, día de incorporación de maestros a las aulas, con sana
nostalgia, recuerdo, y comparto con vosotros, una primera lección de aquella
mi primera escuela. De nueva
creación, fue la unitaria número cinco en una barriada marginal del bello
pueblo de Palma del Río, zona donde la gente vivía en chozos, compartidos con
animales, corrupción moral y gran pobreza. Los alrededores huertas, colindantes
con el río, cuajadas de naranjos, flores y un verde perenne que imprimían
al paisaje un halo de belleza y calidez. En todos los tiempos, olor a tierra
mojada y azahar.
En aquellos años, en las aulas solo había
mesas, sillas y una mala pizarra donde apenas se podía escribir. Las
alumnas procedentes todas de aquella barriada eran, en su mayoría,
pobres de todo por lo que asistían a clase sin material alguno y en
cualquier caso con pizarra y pizarrín. Pero aquello para mí no era gran problema,
entre otras razones porque siempre he pensado y creído que dónde haya
un maestro y un alumno, sin más, hay una escuela, y allí no había una
alumna; comencé con sesenta y en poco tiempo superaron las setenta y
en edades que iban desde lo siete años, hasta catorce, quince o los que
deseaban porque no había ningún control sobre estas cosas.
Así, pues, comencé mi andadura por el complicado mundo de
la educación. En un rincón olvidado y con el equipaje único de mis ilusiones
vocacionales a flor de piel. Así cada mañana, a la puerta de la escuela,
esperaba la llegada de mis alumnas con las que emprendía una difícil
tarea de educación y enseñanza de lo básico, como mínimo.
UN RATÓN EN EL AULA
Sucedió que un día, y puesto que aquel barrio, como ya he
descrito era, ante todo, zona rural, se nos metió por la puerta un ratoncillo
¡Un ratón, profesora! -gritaron a una las sesenta alumnas-
¡Un ratón! ¡Qué gracioso, que lo coja la "tomata"! ¡Que lo
coja; a ella no le da miedo! Tengo que confesar que tan sólo me bastó oír
la palabra ratón, para que de un salto me subiera, al igual que el resto de mis
alumnas, en una silla.
Y, efectivamente, la
"tomata", una niña de los chozos, acostumbrada a convivir con toda
clase de alimañas, lo atrapó en un instante y, en medio del griterío, cogido
por el rabo, lo paseó por toda la clase. Unas voces se alzaron pidiendo
clemencia para el ratón:¡No lo mate, profesora! Podemos cuidarlo. ¿Cómo?
-pregunté desde la altura de mi silla y sin que tan siquiera hubiera pasado por
mi cabeza la idea de matarlo. Lo mejor será soltarlo y que se vaya –propuse.
La "tomata", resuelta, encontró rápida solución: cogió la papelera,
la colocó boca abajo encima de mi mesa y, con sumo cuidado, soltó al ratón que,
de esta forma, quedó atrapado, justo, al alcance de mis manos. Las niñas le
propinaron un aplauso por el acierto; el ratón, por unas horas -pensaba yo- se
quedó entre nosotras. Al terminar la jornada, les propuse soltarlo, pero accedí
al ruego unánime de mantenerlo un día más.
Y recuerdo con qué interés y
curiosidad lo observaban por entre las rendijas de la papelera. Tuve que
establecer un orden porque el ratoncillo allí atrapado era lo único que
importaba. Por unanimidad, acordaron quiénes y cuándo les llevarían comida y
agua, de forma que no le faltara a ninguna hora, y acordaron limpiarlo y hasta
sacarlo a pasear de manos de la "tomata".
Por más que me
esforzaba, en mi mucho interés, por continuar con la lecto-escritura y
con el programa que me había propuesto de enseñanza, por secciones, no había
forma de lograr un mínimo de concentración, lejos del ratón y de la papelera
que tanto respeto me inspiraban y que, con tanto recelo, mantenía sobre mi
mesa.
Fue entonces, cuando comprendí: mi programa, mis lecciones... tendría que
encauzarlas desde el ratón y sobre el ratón. Y así lo hice: estudiamos los
roedores, aportaron anécdotas -todas tenían múltiples historias de ratas y
ratones en sus casas -, con lo que la expresión oral se dinamizó, y las
intervenciones, tan difíciles de conseguir en un principio, se sucedían con
espontaneidad y gracia.
Un poco larga la historia, pero allí, en
un rincón casi olvidado del mundo, una ingenua e inexperta maestra entendió
algo que en su flamante título no aparecía: la enseñanza tiene que ser
significativa. Es decir que conoecte con conocimientos e interese
de los alumnos.
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