Durante un tiempo, mi hija mayor trabajó, fuera de Córdoba.
Cada domingo, por la noche, se marchaba en coche a su destino.
Al despedirla, yo intentaba sonreír para darle ánimo.
Después, me asomaba a la terraza y hasta que se perdía de vista, con lágrimas en los ojos, le decía adiós con el pañuelo.
Un día caí en la cuenta de algo importante y me dije: no me asomaré más a la terraza. Es preferible que se lleve mi “olvido” a que se lleve mis lágrimas.
Una mujer se lamentaba: ¡Qué sola estoy! Y se pasaba el tiempo haciendo solitarios con una baraja de cartas.
Otra mujer, de buen corazón, la observaba. Un día se dijo: Trataré de hacerle compañía.
Y se acercó a ella con el propósito de compartir un tiempo en amigable conversación.
Pero he aquí que, cuando la mujer que hacía solitarios oyó sus amables palabras, sin levantar la cabeza de las cartas dijo: Perdona. Estoy a punto de terminar mi juego; no puedo atenderte-
La mujer de buen corazón se alejó pensando:
No, no está sola. Esa baraja de cartas es toda la compañía que precisa.
Y la mujer que hacía solitarios, al terminar su juego, se lamentó: ¡Vaya si estoy sola! Me echaré otra mano."
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