24/09/2013
El tener la memoria histórica en pleno funcionamiento no
deja de ser un privilegio que a Dios gracias conservo. Y estos días como que me
daba las horas y hasta los cuartos, recordando aquellas ropas de la posguerra
que pasaban de una familia a otra y de unos hijos a otros, tras una y otra vez,
vuelta al derecho, vuelta al revés. Y estrenos van y estrenos vienen, pero,
¡claro!, con aquel, también histórico, estado del bienestar, aquello quedó para
cuentos de cenicientas, pulgarcitos y nostálgicas memorias.
Pero, lo dicho: hoy doña memoria me ha remitido a
aquellas viejas, pobres y olvidadas historias. Y todo a cuenta de los libros de
texto de uso en nuestras escuelas. Que está bien, claro que sí, que sirvan de
un año para otro, y que los centros los repartan gratuitamente y esas cosas,
pero, ¿qué durante cinco años sirvan a distintas promociones de alumnos?
Los niños, por cuidadosos y responsables que sean, los
traen, los llevan, los abren, los cierran, subrayan, toman notas, etc. Son
libros que perdieron el gratificante olor de sus páginas, y el colorido de sus
ilustraciones, y la tersura de sus hojas, libros ajados, arrugados, viejos, en
definitiva. Libros, que para nada, y ya era poco de nuevos, motivan.
Y digo yo: ¿No tendríamos, de igual manera de cara a
economizar y empezando, sí por los padres de la patria, y por los más
pudientes, como antaño, por un traspase de costosos trajes, carteras, coches,
ordenadores...? Eso es: cinco años, le toque a quién le toque con herencias renovadas.
¡Ay, ay, qué cosas! ¡Que los más débiles, nuestros niños, no tengan la
satisfacción de hojear, oler, sobar libros nuevos o seminuevos!
¿No sería mejor, al menos, tachar para siempre los
dichosos cuadernillos, que son una pasta, y que por narices hay que estrenar y
pagar todos los cursos?
Si a los seis años, los niños no quieren ni ver un libro,
¿qué podemos esperar del mañana lector?