viernes, 24 de abril de 2015

Aventura de ser maestra 3

Seguimos amigos/as con la Aventura de ser Maestra

Don José, a la izquierda, su madre en el centro arriba y 
un grupo de amigos y amigas inseparables


3

 Buenos días, amigos/as: el relato siguiente es la primera vez que lo cuento. Es totalmente real, si bien, no me parece ético revelar el nombre ni algo que pueda identificar al hombre que quiso aprovechar mi inocencia. Creo que fue fruto de los tiempos, de la represión etc. Por eso, no lo he olvidado pero jamás le haría daño.
Aquella quincena primera de septiembre la pasé mal. Por todos los medios intentaba acomodarme, pero no me resultaba fácil puesto que las condiciones de vida, las necesidades básicas como servicio, aseo, comidas, etc. quedaban reducidas a un mínimo que, ahora, al recordarlo, creo que pude sobrellevar, ante todo, por mi gran vocación de maestra, acrecentada por mi deseos de apostolado que me llevaba mucho más allá de lo estrictamente profesional.
Los días me resultaban más llevaderos pero las noches… ¡Qué miedo pasaba cada vez que tenía que ir al servicio, situado en el último patio y en un gran corral donde no solo había gallinas, sino conejos y algún que otro mulo, más cantidad de aperos del campo! Por otra parte, el citado servicio quedaba reducido a un poyete con un agujero, algo para mi muy complicado puesto que ni tan siquiera había puerta. Y era mucho porque pocas casas contaba con aquel elemental wáter. Una noche, a solas, y escondida en un rincón, lloraba en la iglesia. Alguien me descubrió: ¿qué haces aquí y por qué lloras? –me preguntó con suma amabilidad-. La presencia de aquella persona, para mí desconocida, me sorprendió, al tiempo que su aspecto y sobre todo su evidente profesión me inspiró confianza. Si quieres -me dijo-, me lo puedes contar, pero mejor salimos y damos un paseo en mi coche que lo tengo ahí, en la puerta. Mi ingenuidad, que no podía ser más, unida a la congoja que me ahogaba, no puso la menor resistencia, por lo que me encontré subida y en marcha con aquel desconocido. ¿Dónde vamos? –me pregunté-. No te preocupes. Solo vamos a alejarnos un poco de la gente para estar más tranquilos. 
Y así fue. Muy cerca del lugar llamado Manantiales se detuvo. Le conté cómo deseaba volver a mi vida religiosa y cómo mis padres, de buena posición, ignoraban mi estado. ¡Pobre palomita presa a car en manos de algún gavilán! ¡Qué niña eres! –exclamó-. Seguro que no conoces a los hombres y seguro que ignoras todo sobre sexualidad. No contesté pero algo me hizo sentirme inquieta, algo que él debió percibir porque, echándome un brazo por encima exclamo: ¡tranquila, mujer, tranquila! No obstante, voy a explicarte algo para que vayas aprendiendo. Y, sin decir más, con evidente temblor y sudor que le caía por la frente, se me echó encima. Sinceramente no sé explicar qué sentí, pero fue tal el horror que, de un fuerte empujón, pude escapar y correr por aquellos campos, medio ahogándome de miedo, creyendo que me alcanzaría con el coche, y de horror por algo que no conocía pero que intuía iba mucho más allá de una mera explicación.
Directamente, me dirigí a la casita de don José, aquel cura santo de verdad. En aquella habitación, prosaico despacho, me acogió con tal cariño y comprensión que nunca podré olvidar. Si quieres –me dijo-, ahora mismo hacemos una denuncia; yo me encargo de ello, pero, al no haberte visto nadie, siempre podrá decir que te asustaste, que todo es falso, etc. Mejor que no se entere nadie; seguro que no lo vas a ver más.
Y ¡qué noches de delirios y miedos! Hasta llegar la luz del día, me mantenía despierta como si pudiera aparecer y tuviera que estar alerta. Don José, con máxima discreción, me ayudaba, me acompañaba… Y mi escuela, mis alumnas y aquella buena gente me esperaba cada tarde, acompañaba y era largos y deliciosos los paseos por aquellos campos. Regresábamos, cuando, al caer la tarde, desde lejos las campanas, la iglesia, la aldea, como dibujo de un bello cuento infantil, nos reclamaban.


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