miércoles, 10 de junio de 2015

Recordando a una alumna huerfana

Buenos días, amigos: una real y triste historia que me nace en el recuerdo como  tantas y tantas… Una frase  mía, que he tratado, y trato de hacer realidad, etiqueta válida para mi cuadernillo  de recuerdos: 
El magisterio imprime carácter. De ahí que el maestro lo sea dentro y fuera de las aulas,  ayer, hoy y mañana. De ahí que cada alumno sea para él un hijo más que le regala la vida.


Al llegar estas fechas, el recuerdo de una historia  más en mi vida profesional, me viene a la memoria fue la vivida con la pequeña Rosa.
Junio bochornoso  de hace ya .. ¡años! Rosa, una pequeña de mi clase, como algunas tardes jugaba con mis hijos en la puerta del bloque. Era la octava de diez hermanos. Sus padres carecían de medios. De ahí que, al salir de la escuela, algún que otro día, me la trajera a casa.  
Atardecía. En mi terraza jugaban al parchís. De repente, un telefonazo, una trágica, monstruosa noticia: la madre de Rosa había muerto repentinamente. Un pueblo cercano, donde yo ejercía, revuelo de vecinos, niños y niñas merodeando la pobre casa de Rosa. Un portal repleto de gente, un comedor rebosando gritos, un patio de geranios, una habitación chorreando  humedad, una mujer cadáver, comida de hijos que, asus­tados, se arrebujaban unos contra otros.
Rosa, menuda y delicada, se desvaneció en mis brazos: una silla, mucha gente, bo­chorno, botellas de refrescos, comentarios, suspiros…Unos minutos después, Rosa, recobrado el conocimiento, lloraba en mi regazo. Sentí que las piernas me temblaban y que ni una palabra de consuelo salía de mi garganta seca por la emoción.  
Y me rebelé contra el destino del pobre ser humano, y me hice el propósito de suplir en lo que pudiera, con mi cariño y atención, la falta de aquella mujer, madre de tantos hijos. Rosa, a pesar de mis dificultades económicas, definitivamente vivió en mi casa durante varios años. Se hizo mujer prematuramente. Un día, su padre la reclamó. La necesitaba para hacerse cargo de la casa, al casarse las dos hermanas mayores.
Muchas veces fui a verla: cuidaba a sus hermanos, mante­nía verde el patio, había reparado las manchas de humedad y, como una buena madre, guisaba, planchaba... Pero también Rosa se casó. Se fue a vivir a Valencia Durante bastantes años, nada supe de ella.
Un día, hacia media mañana, la portera del colegio me anunciaba una visita. Era Rosa. Toda una mujer. De la mano,  dos niños casi bebés. Me abrazó, lloró y de una bolsa sacó un pequeño paquete: Tome -dijo -. Aunque a usted le gustan los libros y esas cosas, le traigo algo que  hubiese alegrado a mi madre: un costurero con muchos acericos. Y es que usted lo hizo conmigo como una madre. Se portó tan bien... Nunca he podido olvidarla. 
Y cada año, cuando llegan estas fechas, aquella pequeña que se quedó sin madre, cuando jugaba lejos del dolor y muy lejos de la tragedia de la muerte, aparece  en mi memoria menudita, preciosa y juguetona.


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