Buenos días, amigos: una
real y triste historia que me nace en el recuerdo como tantas y tantas… Una frase mía, que he tratado, y trato de hacer
realidad, etiqueta válida para mi cuadernillo
de recuerdos:
El magisterio imprime carácter. De ahí que el maestro lo
sea dentro y fuera de las aulas, ayer,
hoy y mañana. De ahí que cada alumno sea para él un hijo más que le regala la
vida.
Al
llegar estas fechas, el recuerdo de una historia más en mi vida profesional, me viene a la
memoria fue la vivida con la pequeña Rosa.
Junio bochornoso de hace ya .. ¡años! Rosa, una pequeña de mi
clase, como algunas tardes jugaba con mis hijos en la puerta del bloque. Era la
octava de diez hermanos. Sus padres carecían de medios. De ahí que, al salir de
la escuela, algún que otro día, me la trajera a casa.
Atardecía. En mi terraza jugaban al parchís.
De repente, un telefonazo, una trágica, monstruosa noticia: la madre de Rosa
había muerto repentinamente. Un pueblo cercano, donde yo ejercía, revuelo de
vecinos, niños y niñas merodeando la pobre casa de Rosa. Un portal repleto de
gente, un comedor rebosando gritos, un patio de geranios, una habitación
chorreando humedad, una mujer cadáver,
comida de hijos que, asustados, se arrebujaban unos contra otros.
Rosa, menuda y delicada, se desvaneció
en mis brazos: una silla, mucha gente, bochorno, botellas de refrescos,
comentarios, suspiros…Unos minutos después, Rosa, recobrado el conocimiento,
lloraba en mi regazo. Sentí que las piernas me temblaban y que ni una palabra
de consuelo salía de mi garganta seca por la emoción.
Y me rebelé contra el destino del pobre ser
humano, y me hice el propósito de suplir en lo que pudiera, con mi cariño y
atención, la falta de aquella mujer, madre de tantos hijos. Rosa, a pesar de
mis dificultades económicas, definitivamente vivió en mi casa durante varios
años. Se hizo mujer prematuramente. Un día, su padre la reclamó. La necesitaba
para hacerse cargo de la casa, al casarse las dos hermanas mayores.
Muchas veces fui a verla: cuidaba a sus
hermanos, mantenía verde el patio, había reparado las manchas de humedad y,
como una buena madre, guisaba, planchaba... Pero también Rosa se casó. Se fue a
vivir a Valencia Durante bastantes años, nada supe de ella.
Un día, hacia media mañana, la portera
del colegio me anunciaba una visita. Era Rosa. Toda una mujer. De la mano, dos niños casi bebés. Me abrazó, lloró y de
una bolsa sacó un pequeño paquete: Tome -dijo -. Aunque
a usted le gustan los libros y esas cosas, le traigo algo que hubiese alegrado a mi madre: un costurero con
muchos acericos. Y es que usted lo hizo conmigo como una madre. Se portó
tan bien... Nunca he podido olvidarla.
Y cada año, cuando llegan estas
fechas, aquella pequeña que se quedó sin madre, cuando jugaba lejos del dolor y
muy lejos de la tragedia de la muerte, aparece
en mi memoria menudita, preciosa y juguetona.
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