lunes, 26 de octubre de 2015

 Relato de mi obra Educar desde la Experiencia. Creo que es interesante y formativo. Vale la pena leerlo, aunque sea un poco largo.
Un maestro no es solo un transmisor de conocimientos, sino sobre todo un zahorí  de almas.

Julianillo era el más pequeño de una familia de doce hijos. Con dificultades de lenguaje, casi autista, más bien la sobrevolaba la  escuela que estaba en ella. La madre, una mujer pasada de viejas y tristes y historias, me repetía: Por lo menos que esté recogido, señorita. Que se quite de los peligros de la calle. Yo no puedo estar sobre él, y el padre anda siempre   borracho...
Y mi Julianillo, silencioso, se deslizaba a gatas por debajo de las mesas, o se aponto­caba en un rincón y, sin abandonar  jamás su macuto,  herencia  de algún   caritativo deshecho, se chupaba el dedo gordo o se comía pequeños desconchones de pared. Mis pocos años, mi falta de experiencia, pero mi propósito, no obstante, desde aquel primer día de escuela en la aldea, de luchar, de trabajar por lograr que todos los niños y niñas fuesen felices, al menos en el aula, me llevó a interesarme, ¡como no!, por Julianillo
Y una mañana, cuando, como cada día, entró en clase, desarrapado y arrastrando el viejo morral, le salí al encuentro: Ven -le dije, echándole un brazo por encima y sentándolo cerca de mí-. Te voy a dibujar cosas bonitas: el sol, un pájaro, una flor, una casita... Le llené de dibujos la gran pizarra de la clase. Después, como si no tuviera ojos que me vieran, ni oídos que me escucharan, le saqué de su macuto una vieja y rayada pi­zarra, al tiempo que le proponía: Si copias alguno de estos dibujos, te lo  colgaré en la pared para que todos los compañe­ros los vean y se enteren de lo que tú eres capaz.
Pero aquel pequeño no se inmutó. Clavado delante de mí, tan sólo hizo un gesto... No, ni tan siquiera eso. Fue más bien como un aleteo de su alma que lo delató, cuando otro pequeño, boyante de felicidad, con un paquete de palomitas de maíz so­bre la mesa, una flamante caja de lápices de colores, una bola de níquel y una impe­cable cartera, exclamó:  ¡Eso lo pinto yo ahora mismo! Y sacando un puñado de hojas de papel se dispuso a copiar los dibujos.
Mi Julianillo permaneció, eclipsado en aquel niño y en su flamante material que mucha ventaja le daba para adueñarse de lo que en realidad le pertenecía: aquella pizarra de dibujos que yo le había dedicado. En ese mismo instante comprendí: mi pequeño Julián estaba en desventaja con el resto de los niños, bien equipados con toda clase de material escolar.
Al día siguiente, lo esperé en la puerta del colegio. Le llevaba una cartera nueva y, dentro de ella, lápices de colores, folios, canicas, dos o tres pesetas, algunos cro­mos y un pastelito de chocolate. Nada más hermoso, creo yo,  he podido contemplar en mi vida que la cara de aquel niño, cuando, por primera vez, y por voluntad propia, se sentaba delante de una mesa de la clase y colocaba sobre ella los pequeños tesoros de su flamante cartera y se disponía a escuchar.



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