Relato de mi obra Educar desde la
Experiencia. Creo que es interesante y formativo. Vale la pena leerlo, aunque
sea un poco largo.
Un maestro no es solo un transmisor de conocimientos, sino sobre todo un zahorí de almas.
Julianillo era el más pequeño de una familia
de doce hijos. Con dificultades de lenguaje, casi autista, más bien la sobrevolaba la escuela que estaba en ella. La madre, una mujer pasada de viejas y tristes y
historias, me repetía: Por lo menos que esté recogido, señorita. Que se
quite de los peligros de la calle. Yo no puedo estar sobre él, y el padre anda
siempre borracho...
Y mi Julianillo, silencioso, se
deslizaba a gatas por debajo de las mesas, o se apontocaba en un rincón y, sin
abandonar jamás su macuto, herencia
de algún caritativo deshecho, se
chupaba el dedo gordo o se comía pequeños desconchones de pared. Mis pocos
años, mi falta de experiencia, pero mi propósito, no obstante, desde aquel
primer día de escuela en la aldea, de luchar, de trabajar por lograr que todos
los niños y niñas fuesen felices, al menos en el aula, me llevó a interesarme,
¡como no!, por Julianillo
Y una mañana, cuando, como cada día,
entró en clase, desarrapado y arrastrando el viejo morral, le salí al
encuentro: Ven -le dije, echándole un brazo por encima y
sentándolo cerca de mí-. Te voy a dibujar cosas bonitas: el sol, un
pájaro, una flor, una casita... Le llené de dibujos la gran pizarra de
la clase. Después, como si no tuviera ojos que me vieran, ni oídos que me
escucharan, le saqué de su macuto una vieja y rayada pizarra, al tiempo que le
proponía: Si copias alguno de estos dibujos, te lo colgaré en la pared para que todos los
compañeros los vean y se enteren de lo que tú eres capaz.
Pero aquel pequeño no se inmutó.
Clavado delante de mí, tan sólo hizo un gesto... No, ni tan siquiera eso. Fue
más bien como un aleteo de su alma que lo delató, cuando otro pequeño, boyante
de felicidad, con un paquete de palomitas de maíz sobre la mesa, una flamante
caja de lápices de colores, una bola de níquel y una impecable cartera,
exclamó: ¡Eso lo pinto yo ahora
mismo! Y sacando un puñado de hojas de papel se dispuso a copiar los
dibujos.
Mi Julianillo permaneció, eclipsado en
aquel niño y en su flamante material que mucha ventaja le daba para adueñarse
de lo que en realidad le pertenecía: aquella pizarra de dibujos que yo le había
dedicado. En ese mismo instante comprendí: mi pequeño Julián estaba en
desventaja con el resto de los niños, bien equipados con toda clase de material
escolar.
Al día siguiente, lo esperé en la
puerta del colegio. Le llevaba una cartera nueva y, dentro de ella, lápices de
colores, folios, canicas, dos o tres pesetas, algunos cromos y un pastelito de
chocolate. Nada más hermoso, creo yo, he
podido contemplar en mi vida que la cara de aquel niño, cuando, por primera
vez, y por voluntad propia, se sentaba delante de una mesa de la clase y
colocaba sobre ella los pequeños tesoros de su flamante cartera y se disponía a
escuchar.
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