Buenos días, compañeros y amigos hoy, mi
relato del verano. Han sido muchos pero
hoy os traigo, a propósito de la actualidad, el que más me impactó, el que no podré olvidar jamás.
Sí, es doloroso, pero es real y esta madrugada lo escribo para vosotros.
En sus ojos estaba el mar y en sus
labios palabras sin sonido que se adivinaban
en un leve parpadeo de sus labios. Noventa y dos años, vestido de negro,
desdentado, de andares fatigosos y un
sombrero de muchos soles que le colgaba por el cuello. Llegó un día, al poyete
donde yo me tomaba un largo respiro. Buenas –dijo-, con su permiso.
Casi codo
a codo una especie de mutua cortesía nos mantenía en absoluto silencio. Se levanto
aire y un remolino de papeles fue el detonante de mi intromisión en aquel
hermético hombre que, eclipsado, con la mirada fija en el mar, era ausencia y
lejanía. Parece
que va a cambiar el tiempo –dije-. El
color del mar es casi negro. Fue entonces, cuando tras humedecerse los
labios que parecían sellados por alguna mala historia, exclamó: señora, yo siempre lo veo negro, muy negro.
¿Cómo es eso? ¿tiene algún problema de vista? -pregunté ingenuamente-. No,
señora, no; la vista, como los años que tengo, vieja. Tragó saliva, unos
instantes de silencio y al fin exclamó: ¿Ve
aquellos criaderos de mejillones? Están lejos pero se ven bien. ¡Sí, si los
veo! Son como dos franjas negras… ¡Eso es –me interrumpió-, Muy negras. Un poco
más adentro se ahogó mi hijo de veinticinco años… Suspiró y volvió a
exclamar: desde entonces el mar se vistió de negro, como mi vida, como todo lo
que me rodea… Se fue hace cinco años y hasta hoy. ¡Sabes Dios!
No
volví a verlo, pero en sus ojos estaba el mar. Desde aquel día, en los míos, un
joven, un niño… ahogados en la playa y no culpa del mar, culpa de un mundo que
no podemos o no queremos administrar mejor.
Miro al cielo y no sé qué pedir; tampoco hay un dios
responsable. Por eso os miro a vosotros, amigos, y os pido solidaridad, amor
con todos aquellos que, como el anciano de negro, lleven un drama en su mirada.
Seguro que el mundo cambiará, cuando cada uno de nosotros tiña sus ojos de esperanza.
Y hoy no tengo más imagen que aquella
que todos llevamos prendidos en la retina: la del pequeño muerto en una playa.
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