Casi no puedo recordar los años que me separan de aquella chiquilla de
ojos vivarachos y mejillas azuladas que encontré en un pequeño pueblo de la
campiña cordobesa.
No obstante el
tiempo transcurrido, mi querida niña -hoy serás una mujer- tu recuerdo ha permanecido vivo en mi
memoria, con la frescura de aquella mañana primera, cuando entraste en mi
vida. Un maestro, ¿sabes? es como una esponja gigante que, gota a gota, sin
perder ni una, se va empapando de los sueños, del amor, de la alegría de los problemas
de sus alumnos.
Por eso, tú, mi
pequeña, compendio de tantos desamores e incomprensiones, te quedaste para
siempre, y en lugar privilegiado, en la historia de mi vida.
Zora era de esos
niños que exasperan a padres y maestros, porque su comportamiento estaba lejos
de ajustarse al modelo convencional que la lógica de los adultos ha dictado e
impuesto como ley, mediante la cual
todos los seres humanos deben ser moldeados en cadena. No había nada más que
ver los brazos de fideo de la pequeña, siempre acardenalados, y oír sus
desconcertantes e ingenuas explicaciones, para intuir el tremendo drama que era
su vida: Es que mi madre me da pellizcos, y mi padre me pega porque no
aprendo a leer, y la maestra me castiga, y los nenes…
Efectivamente,
por tercer año consecutivo, Zora repetía primer curso. Entre sus compañeros de
clase destacaba, que les sacaba la cabeza, por su estatura y, sobre todo, por
una especie de rutinaria agilidad con la cual se adelantaba a cualquier
situación.
Yo no quiero
leer, yo no quiero escribir, yo lo que quiero es ser peluquera: ¿Hacemos un
trato? –le propuse un día-: Cuando
salgan todos, tú me peinas y leemos en la cartilla.
A partir de
entonces, cada tarde, las manos suaves de Zora
se deslizaban suavemente por mis cabellos al tiempo que repetía las
primeras letras. Y poco a poco, pasamos a palabras, frases que leía y escribía
en la pizarra.
Me tuve que ir de aquel
pueblo. El último día, en la despedida,. La buscaba con especial deseo de
abrazarla, pero no estaba. Arranqué mi
coche algo triste y decepcionada. Pero nada más salir del pueblo, medio
escondida en una cuneta estaba Zora que, llorando, arrojó un manojo de
jaramagos por mi ventanilla: Me detuve y nos dimo sun gran abrazo. Ella
solo exclamó: ¡ahora que ya me gustaba leer!
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