martes, 18 de abril de 2017

Historias de vida en educación

Casi no puedo recordar los años que me separan de aquella chiquilla de ojos vivara­chos y mejillas azuladas que encontré en un pequeño pueblo de la campiña cordo­besa.
No obstante el tiempo transcurrido, mi querida niña -hoy serás una mujer-  tu re­cuerdo ha permanecido vivo en mi memoria, con la frescura de aquella mañana pri­mera, cuando entraste en mi vida. Un maestro, ¿sabes? es como una esponja gigante que, gota a gota, sin perder ni una, se va empapando de los sueños, del amor, de la alegría de los problemas de sus alumnos.
Por eso, tú, mi pequeña, compendio de tantos desamores e incomprensiones, te que­daste para siempre, y en lugar privilegiado, en la historia de mi vida.
Zora era de esos niños que exasperan a padres y maestros, porque su comporta­miento estaba lejos de  ajustarse al modelo convencional  que la lógica de los adultos ha dictado e impuesto como ley,  mediante la cual todos los seres humanos deben ser moldeados en cadena. No había nada más que ver los brazos de fideo de la pequeña, siempre acardenalados, y oír sus desconcertantes e ingenuas explicaciones, para intuir el tremendo drama que era su vida: Es que mi madre me da pellizcos, y mi padre me pega porque no aprendo a leer, y la maestra me castiga, y los nenes
Efectivamente, por tercer año consecutivo, Zora repetía primer curso. Entre sus compañeros de clase destacaba, que les sacaba la cabeza, por su estatura y, sobre todo, por una especie de rutinaria agilidad con la cual se adelantaba a cual­quier situación.
Yo no quiero leer, yo no quiero escribir, yo lo que quiero es ser peluquera: ¿Hacemos un trato? –le propuse  un día-: Cuando salgan todos, tú me peinas y leemos en la cartilla.
A partir de entonces, cada tarde, las manos suaves de Zora  se deslizaban suavemente por mis cabellos al tiempo que repetía las primeras letras. Y poco a poco, pasamos a palabras, frases que leía y escribía en la pizarra. 
Me tuve que ir de  aquel pueblo. El último día, en la despedida,. La buscaba con especial deseo de abrazarla, pero no estaba. Arranqué   mi coche algo triste y decepcionada. Pero nada más salir del pueblo, medio escondida en una cuneta estaba Zora que, llorando, arrojó un manojo de jaramagos por mi ventanilla: Me detuve y nos dimo sun gran abrazo. Ella solo  exclamó: ¡ahora que ya me gustaba leer!

No hay comentarios:

Publicar un comentario