viernes, 4 de marzo de 2011

Tres relatos:Día de la mujer



 I) De la mujer que aprendió
  una canción nueva

          Una mujer, casada, con marido  y cuatro hijos varones, de sol a sol y durante largos años, repetía una canción aprendida en sus años de infancia y que a coro repetían padres, maestros y cuantos la rodeaban.
Una mañana, en el mercado la mujer oyó otra canción. Se dijo: ¿Cómo es esto? Por andar siempre con tanta prisa no he reparado en lo que se canta a mi alrededor. Me gusta esta canción. Es alegre, fresca... si bien, en la rutina de mi casa, puede desentonar.
Al día siguiente, nada más salir el sol, la mujer comenzó a entonar la nueva canción. El marido y los hijos, al escucharla dijeron: ¿Qué canción es ésta? Hace tanto ruido que perturba  la paz de esta casa. Mejor será –le dijeron- que sigas  con tu canción de toda la vida. ¡Éramos tan felices!
No -dijo la mujer- Ya me había cansado. Era hora, pues, de que aprendiera canciones nuevas.
Y el marido y los hijos, reunidos en el silencio de la noche, dijeron: Démosle un susto. Digámosle que ya no la necesitamos, que se vaya con sus nuevas canciones a otro lugar.
Pero la mujer, sin decir palabra, y sin dejar de cantar, salió de la casa y tomó otro camino.
Nada más salir de la casa, padre e hijos, mirándose asombrados se decían: Poco le importamos. ¡Mala esposa! ¡Mala madre! ¡Mala mujer!
Pasaron unos días. En aquella casa reinaba el más absoluto silencio y pesaba tanto que, por momentos, se tornaba  insoportable. No obstante, aquellos hombres, de sol a sol, para sobrevivir, se veían obligados a repetir la vieja canción que durante tantos años cantó la mujer.
Un día, el más joven de los hijos, exclamó: ¡Llevaba razón nuestra madre! ¡Qué mal suena esta canción! ¡Con ella no hay quien viva!
Y clamaron  a coro:
Lleva razón el benjamín. Fuimos injustos con la mujer. Sus nuevas canciones eran más alegres y hasta divertidas. Roguémosle que  vuelva  y aprendámoslas todos.
Y la mujer, que amaba a su familia, regresó sin rencor pero, a partir de aquel día, canciones nuevas compartieron todos  de sol a sol.

II) De la mujer que
       decidió crecer

Érase una vez un pueblo pequeño. Cada mañana, las mujeres, nada más levantarse, cargaban sus cántaros a la cabeza  e iban por agua a la fuente. Todos los días, al llegar, numerosos hombres las esperaban, las medían y comprobaban que daban la misma talla, por lo que, complacidos y en paz, regresaban a sus casas.
Una de las mujeres, mirándose, un día, al espejo, exclamó: ¡Estoy harta de vestir el mismo hábito! ¡Y estoy harta de llevar a la fuente el mismo cántaro! Me haré, pues, un vestido nuevo y compraré una botija.
A la mañana siguiente, cuando los hombres  la vieron llegar, escudriñándola, murmuraban entre ellos: No parece del pueblo; será  extranjera.
Pero, una vez en la fuente, y a la hora de medirla, la reconocieron y comprobaron que había crecido; les sacaba la cabeza a mujeres y hombres.
¿Cómo has osado crecer? -clamaron- No cabes en el pueblo; tendrás que irte.
La mujer, sin rechistar, se alejó de aquel pueblo.
Ocurrió, no obstante, algo: a partir de aquel día, todas las mañanas, cuando los hombres medían, comprobaban cómo alguna más les sacaba la cabeza a todos
De igual forma, repetían: Eres grande para  el pueblo; vete.
Poco a poco el pueblo se iba quedando sin mujeres. Reunidos los  hombres en asamblea se preguntaron:
¿Qué haremos? De seguir así corremos peligro de extinción.
Uno de ellos tuvo una idea:
Hagamos el pueblo más grande y crezcamos todos.
Y el pueblo se hizo tan grande que todas las mujeres  regresaron, crecían sin miedo, abandonado, definitivamente, el cántaro y la fuente.


III) La mujer que no quiso
 ser gota de agua

         Una piadosa y trabajadora mujer enviudó al poco de estar casada. Su director espiritual, tras recomendarle recato, oración y caridad emprendió un largo viaje a tierra lejanas.
En los rigores todavía de un muy austero  luto el director espiritual regresó.
Espero, hija -le dijo- que sepas mantener tu  integridad como buena cristiana que eres y, como símbolo de lo valiosa que puede ser tu vida, si la conservas en dignidad, te voy a hacer un hermoso obsequio.
Y le puso en la mano un pequeño cofre.
¡Ábrelo! -dijo- En su interior  encontrarás una pequeña piedra. Sí, un trozo de cristal de cuarzo que, por capricho de la naturaleza, conserva líquida, limpia y fresca, a pesar de los cientos de años, una gota de agua. Un prodigio para admirar, sin peligro de que se mancille.
La mujer cogió la piedra y se mostró agradecida y halagada por lo que, tras darle las gracias, la colocó en la cabecera de su cama.
Transcurrieron unos meses. La mujer, cada noche, cogía la piedra, la miraba, pensaba...
Un día, aquella insignificante piedra comenzó a pesar tanto que a penas si la mujer la podía sostener entre sus manos, y la gota de agua prisionera le producía tal agobio que la respiración se le entrecortaba y no podía dormir.
De ahí que una noche, decidida, buscó un gran martillo y golpeó la piedra, hasta machacarla en polvo.
Y sucedió que de aquella recóndita habitación, comenzó a elevarse una pequeña nube que, rápidamente se convirtió en lluvia   y,  de la lluvia, se formaron charcos y corrieron arroyos, y de los arroyos se formaron ríos que caminaban  hacia el mar, y el mar levantaba olas, y las olas rugían en tempestad o arrullaban en calma.
Aquella noche, la mujer notó que un aire fresco inundaba sus pulmones y que, por primera vez, un halo mágico la envolvía.
A la mañana siguiente, y ya nunca más, la puerta de aquella casa volvió a abrirse; la mujer había desaparecido.
La gente del pueblo repetía:
¡Ya volverá! Aquí tiene a su difunto. Y el director espiritual, igualmente, afirmaba: Volverá, seguro que volverá; ella conoce sus obligaciones de buena cristiana.
Pero la mujer jamás regresó. Para siempre sepultó aquella casa, aquella gente, aquel director espiritual.
Izó  vuelos y se multiplicó.

ISABEL AGÜERA