martes, 30 de agosto de 2011

Sergio era mi alumno


Sí, era, porque Sergio se fue en un instante. Su vida se desvaneció como blanca espuma de mar, se desvaneció con el viento.
La noticia me sobrecogió, y hoy, desde este humilde blog, cuando el nuevo curso llama a las puertas, quiero rendirle homenaje, porque, en ese saco sin fondo donde los maestros archivamos nombres, rostros, palabras, gestos… de todos aquellos alumnos que pasaron por nuestras aulas, el nombre de Sergio, su recuerdo es como una llama que se aviva y me acompaña en este amanecer de lluvia otoñal.
Él no está ya aquí para compartirla, para exhalar el perfume de esta tierra que si bien nos embriaga  con el inigualable aroma de la vida, también nos llora en el alma, cuando nos toca el halo yermo del dolor.
Sergio llegó pequeñito a mi clase y durante cuatro cursos consecutivos permaneció en ella. Era un niño silencioso, en cuyos labios se eternizaba una sonrisa, mezcla de tristeza e ingenua felicidad, pero sobre todo Sergio era, y jamás  podré olvidarlo, unos grandes y profundos ojos negros que miraban  con ternura infinita.
Todavía conservo algunos de sus trabajos, no muy brillantes, pero expresión, una vez más, y hoy me alegro de haberlo reconocido siempre, de su  singularidad, de su  mayor esfuerzo por lograr una ansiada superación.
Y mis lágrimas, al unísono con esta pertinaz lluvia , afloran  a mis ojos porque Sergio fue de esos pocos alumnos que agradecidos, sensibles al amor recibido, cariñoso, delicado me estuvo visitando durante mucho tiempo, cuando ya  lejos de las aulas iniciaba sus primeros pasos en el mundo laboral en el taller de su padre.
Parece que lo veo irrumpir, sin apear la sonrisa de sus labios, en el ámbito de mis nuevos alumnos. Allí, apenas sin palabras, apenas sin ruido, permanecía junto a mi mesa…
Tierno tallo, mi alumno, herido a los veinte años, que cual estrella fugaz sobrevoló por mi vida, dejándome un apacible rastro luminoso que quiero seguir ahora, aquí,  en este rincón, frente a mi ordenador, donde las palabras se me tornan  cálida plegaria: ¡Échanos una mano  a todos los que te amamos, desde el azul infinito donde seguro nos esperas!, mi querido y agradecido Sergio.

viernes, 19 de agosto de 2011

A una niña gitana

  
En mis manos, pequeña Rosarillo, permanecen frescos los jazmines de este ramillete, blanco y redondo, que tú misma me pusiste en el pelo esta tarde, cuando  por casualidad  nos encontramos en una terraza del barrio.
Anochecía. Resultaba bochornoso, casi irrespirable, como una respiración febril, el vaho calentón que exhalaba el asfalto recién regado, donde la gente había hecho acopio de sillas y mesas.
No obstante, logré situarme. Desde mi posición observaba, pequeña, las peripecias, las dificultades que tenías que sortear  para allanar, con tu bonita canastilla de jazmines, aquel terreno donde tú resultabas un incordio: camareros que te echaban para atrás, un perro que te asustó, las palabras airadas de una señora a la que, en tu desconcierto, pisaste, y los brazos en cruz de un medio chaval que plantado en tu camino, te cerraba el paso.
Pero lo conseguiste. De mesa en mesa, paseabas tu preciada mercancía, y la gente, comida de calor, de refrescos, de conversación, ni siquiera te veían, y te alejabas en medio de la indiferencia que a cuestas arrastrabas en tu luna de inocencia.
Yo te veía, te observaba, querida niña, vaso lleno de ilusiones, como una mariposilla, revoloteando en las claridades de una farola callejera, como gota de ola que rota en la playa torna y retorna a ser gigante, a ser mar, a ser espuma blanca de una nueva tempestad.
Con toda mi alma, deseaba que llegaras a mí. Te sentía crecer en mis deseos. Quería hablarte, acariciarte.
Cuando, al fin, desenvuelta, con una sonrisa apagada, te tuve a mi alcance, una especie de reverencia me llevó a contemplarte con la admiración y estupor que se contempla una obra de arte, porque, a tus nueve años recién cumplidos, eras como el personajillo mágico, jamás soñado. Tus ojos verdes parecían dos estrellas sostenidas en vilo por un soplo de viento. Tu boca, la pintura de un beso. Tu pelo negro descuidado, tus pies descalzas, y tu cuerpo como un cristal barnizado al sol, todo en ti era como la expresión más elocuente y viva de una historia distinta, de una herencia legendaria, de una precocidad hecha carne entre trigales amarillos y noches de cielos estrellados, y caminos de polvo amasados con palmas y bailoteos, eras esa chispa que raya en la más perfecta contradicción: ingenuidad y picardía.
-¿Cómo te llamas?, te pregunté.
-Rozario  -contestaste, despegando los labios entre sorpresa y alegría-, pero me llaman Morena. ¿Me va a comprar un ramo...? ¿Ze lo pongo en el pelo?
-Dime antes una cosa: quiénes te gustan más, los payos o los gitanos...?
Como un rayo que cayera sobre mí, tus palabras me fulminaron:
-¡Los gitanos! Los payos son malos, zaboríos y mu blancos, y no dan na, y ziempre están zentaos.
Me hizo gracia tu contestación. Sin pensar bien en lo que te decía,  repetí:
-¡Con que malos, zaboríos, blancos...! ¿Y cómo son los gitanos?
Durante unos segundos me miraste de arriba abajo. Después, como queriendo rectificar tu espontaneidad, con toda desenvoltura contestaste:
-Bueno, tos, no. Hay payos güenos. ¿Me vas a dar algo...?
-¿Vas a la escuela? ¿Sabes leer y escribir...?
-¡A mi no me gusta la escuela! ¡En la escuela estás to  el rato centao! Pero sé leer la buenaventura, y mi madre la zabe mejor, y mi hermana y mi agüela.
-Venga, si me la dices a mí, te compraré el ramo de jazmines.
Titubeaste sobre dónde colocar la canastilla que, al fin, depositaste sobre mi falda. Te acercaste hasta coger mi mano y, con tus ojos de estrellas perdidas en una extraña lejanía, exclamaste con un curioso acento de presagio:
-Que eres mu güena, mu gracioza y mu...
-¿Mu negra?, me adelanté.
-No, tú eres blanca, pero tienes unos pendientes mu bonitos, y un vestido mu brillante, y un lazo mu rojo y te va a tocar la lotería.
Alguien, desde el otro lado de la terraza,  te llamó con urgencia:
-¡Venga, Morena, deja ya la casquera!
Te alejaste despacio, contando las monedas que te había dado. De pronto, tan sólo habías dado unos pasos, volviste la cabeza y exclamaste:
-¡A ver si me buscas unos zapatillos, que eres mu gracioza!
En medio de la bulla te perdiste, posiblemente para siempre. Yo me quedé allí un rato más, pero, aunque tú no lo entiendas, pequeña, a partir de aquel momento, me empecé a sentir tan sola que sólo tu ramo de jazmines, colocado por ti misma en mis cabellos, parecía darme compañía.
Es ya muy tarde, gitanilla de luz y viento, pero no dejo de pensar en ti, porque tu recuerdo me trae a la memoria escenas de mi infancia: un puente romano, niños amontonados en el suelo, gitanos trabajando el mimbre, burros,  perros... Jamás se me permitió acercarme. Jamás alguien me habló bien de los gitanos, pero hoy comprendo,  hoy conozco la maravilla de un pueblo, de una raza que duramente apaleada, perseguida, marginada, ha mantenido, no obstante,  su personalidad e independencia, ha resistido, y seguirá resistiendo, las imposiciones de una sociedad que dicta leyes racitas, sin caer en la cuenta de que no es el color de la piel lo que distingue a unos seres humanos de otros, sino su capacidad interior de colaborar para que este mundo, escenario para gitanos y payos, sea un reino de paz, donde tú, niña mía, tengas el paso libre para vender tus jazmines, tengas una escuela que te permita aprender de pie y un lazo rojo para tus negros cabellos, porque tú, que hueles a hierba luisa, a romero,  a polvo y a leños quemados, eres como esa otra hierba dura, la grama, que por mucho que se intente arrancar, vuelve a brotar con más fuerza.
Esta noche de desastres en el mundo, yo aprieto contra mi pecho tu ramo de jazmines y me siento, más “güena, más grazioza, más negra” más, mucho mas, gitana.

martes, 2 de agosto de 2011

Carta a Toni tras quince años

                         Derecho o torcido, grande o pequeño... lo importante es ayudarle a navegar

 Sí, Toni, el alumno de  entrdas anteriores, aquel niño menudito, de gafillas y piel de melocotón que, durante tres años me tuvo como tutora.
Todavía puedo verlo ausente de cuanto le rodeaba y sumergido en un mundo de rea­lidades que ni entendía ni aceptaba.
Y hoy, cuando han pasado quince años, me has sorprendido, mi querido Toni,  en el Polígono Industrial de Chinales.
A pesar del tiempo, no he dudado un instante en reconocerte: evidentemente has cre­cido, pero sigues siendo aquel pequeño de rabietas, transformadas en lágrimas que churreteaban tu rostro desconcertado ante el más mínimo gesto crítico  de los mayo­res que, solías interpretar, y no estabas descaminado, como evidente violación a tu compleja personalidad, a tu singular forma de ser.
Te has abalanzado en un abrazo a mi cuello, nada más descubrirme y, en pocas pala­bras, pero en profundo significado, he conocido el drama de tu vida, si bien, créeme, al pensar en ti a lo largo de estos quince años, casi que lo había adivinado.
 No encuentro trabajo -me decías-. Nada más levantarme, me lanzo a la calle en busca de lo que sea, pero, ¡está la cosa tan mal!, y luego, mi madre que me está hundiendo: se pasa los días diciéndome que soy un inútil, que no sirvo para nada."
Tus palabras, querido Toni me estaban haciendo daño en el alma. Me dijiste que no tenías amigos, que, nada más llegar a las empresas, ni te escuchaban, que, a ratos,  leías,  a ratos, llorabas y  que, me recordabas como lo mejor de tu vida...
Y mientras tales tribulaciones me confiabas, tu mirada, fija en la mía, era como un SOS que necesitaba urgentes respuestas.
 He escrito un libro -me dijiste-. Como usted nos enseñó... Se lo voy a llevar a su casa.
¡Cuánta impotencia y cuánta pena! Ni una sola noche, tras aquella mañana, me he en­tregado al sueño sin recordarte, sin imaginarte llamando de puerta en puerta de una sociedad, de un mundo  donde no hay sitio para ti,  ni para los que son como tú, pero es injusto y bárbaro negarte el trabajo que,  sin condiciones, buscas, necesitas sobre todas las cosas, desde hace... ¡Tantos, tantos años!
¡En qué cruel y despiadada competitividad vivimos!
¿Qué clase de hombres somos?
Una tarde, hace unos meses, Toni llamó a mi puerta; me traía su libro caligrafiado y prosaica­mente  encuadernado:
Se lo regalo. Se llama la  Gallina de los huevos de oro, pero no es como la histo­ria de verdad; este libro es de risa.
Lo he leído y releído mil veces, pero lo que más me emociona, lo que jamás podré agradecer bastante, son las palabras de la dedicatoria:
 Para ti porque has sido lo único de mi vida.
No tengo comentarios o, mejor, tengo tantos…