miércoles, 31 de agosto de 2016

HOY ES UN GRAM DÍA PARA EL MAGISTERIO



   Mi querida nieta Amalia que por vocación  
has empezado la carrera de magisterio, desde la experiencia y mi gran dedicación
a tan complicada tarea como  conlleva serlo, te quiero subrayar algo en la obra que te dedico:  
  por  muchas dificultades, zancadillas, envidias  que encuentres, no te apees de la ilusión y amor a tus alumnos que deben ser la antorcha que ices con alegría y orgullo
sin dejar que se apague ni un solo día.

Buenos días, compañeros y amigos:  hoy uno de septiembre, día de incorporación de maestros a las aulas, con  sana nostalgia, recuerdo, y comparto con vosotros, una primera lección de aquella mi primera escuela. De nueva creación, fue la unitaria número cinco en una barriada marginal del bello pueblo de Palma del Río, zona donde la gente vivía en chozos, compartidos con animales, corrupción moral y gran pobreza. Los alrededores huertas, colindantes con el río, cuajadas de naranjos, flores y un verde perenne  que imprimían al paisaje un halo de belleza y calidez. En todos los tiempos, olor a tierra mojada y azahar.
 En aquellos  años, en las aulas solo había mesas, sillas y una mala pizarra donde apenas se podía escribir.  Las alumnas   procedentes todas de aquella barriada eran, en su mayoría, pobres de todo por lo que asistían a clase  sin material alguno y en cualquier caso con pizarra y pizarrín. Pero aquello para mí no era  gran problema, entre otras razones porque  siempre he pensado y creído que dónde haya un maestro y un alumno, sin más, hay una escuela, y allí no había una alumna; comencé con sesenta y en poco tiempo superaron las setenta y  en  edades que iban desde lo siete años, hasta catorce, quince o los que deseaban porque no había ningún control sobre estas cosas.
Así, pues, comencé mi andadura por el complicado mundo de la educación. En un rincón olvidado y con el equipaje único de mis ilusiones vocacionales a flor de piel. Así cada mañana, a la puerta de la escuela, esperaba la llegada de mis alumnas  con las que emprendía una difícil tarea de educación y enseñanza de lo básico, como mínimo. 

UN RATÓN  EN EL AULA
 Sucedió que un día, y puesto que aquel barrio, como ya he descrito era, ante todo, zona rural, se nos metió por la puerta un ratoncillo ¡Un ratón, profesora! -gritaron a una las sesenta alumnas- ¡Un ratón! ¡Qué gracioso, que  lo coja la "tomata"! ¡Que lo coja; a ella no le da miedo! Tengo que confesar que tan sólo me bastó oír la palabra ratón, para que de un salto me subiera, al igual que el resto de mis alumnas, en una silla.
Y, efectivamente, la "tomata", una niña de los chozos, acostumbrada a convivir con toda clase de alimañas, lo atrapó en un instante y, en medio del griterío, cogido por el rabo, lo paseó por toda la clase. Unas voces se alzaron pidiendo clemencia para el ratón:¡No lo mate, profesora! Podemos cuidarlo. ¿Cómo? -pregunté desde la altura de mi silla y sin que tan siquiera hubiera pasado por mi cabeza la idea de matarlo. Lo mejor será soltarlo y que se vaya –propuse.  La "tomata", resuelta, encontró rápida solución: cogió la papelera, la colocó boca abajo encima de mi mesa y, con sumo cuidado, soltó al ratón que, de esta forma, quedó atrapado, justo, al alcance de mis manos. Las niñas le propinaron un aplauso por el acierto; el ratón, por unas horas -pen­saba yo- se quedó entre nosotras. Al terminar la jornada, les propuse soltarlo, pero accedí al ruego unánime de mantenerlo un día más. 
Y recuerdo con qué interés y curiosidad lo observaban por entre las rendijas de la pa­pelera. Tuve que establecer un orden porque el ratoncillo allí atrapado era lo único que im­portaba. Por unanimidad, acordaron quiénes y cuándo les llevarían comida y agua, de forma que no le faltara a ninguna hora, y acordaron limpiarlo y hasta sacarlo a pasear de manos de la "tomata". 
Por más que me esforzaba, en mi mucho interés, por continuar  con la lecto-escritura y con el programa que me había propuesto de enseñanza, por secciones, no había forma de lograr un mínimo de concentración, lejos del ratón y de la papelera que tanto respeto me inspiraban y que, con tanto recelo, mantenía sobre mi mesa. 
Fue entonces, cuando comprendí: mi programa, mis lecciones... tendría que encauzarlas desde el ratón y sobre el ratón. Y así lo hice: estudiamos los roedores, aportaron anécdotas -todas tenían múltiples historias de ratas y ratones en sus casas -, con lo que la expresión oral se dinamizó, y las intervenciones, tan difíciles de conseguir en un principio, se sucedían con espon­taneidad y gracia.  
Un  poco larga la historia, pero allí, en un rincón casi olvidado del mundo, una ingenua e inexperta maestra entendió algo que en su flamante título no aparecía: la enseñanza tiene que ser significativa. Es decir que conoecte con  conocimientos  e interese de los alumnos. 

miércoles, 17 de agosto de 2016

Jamases

Desde este aula de mi ordenador, me permito opinar acerca de lo que jamás debe o no debe hacer un maestro. No todos los sois, pero educadores somos todos, tanto padres,  abuelos, vecinos…, y   estemos dónde estemos
 Para ello, y al aproximarse el nuevo curso, no está demás que recordemos lo que jamás debe de hacer un maestro en nuestro caso de educadores profesionales.

·      JAMASES PEDAGÓGICOS
·      Jamás te presentes ante los alumnos sin una “cartera” rebosante de ilusiones.
·      Jamás vayas a la escuela con el propósito prioritario de enseñar. A flor de piel, el conocer, amar y hacer felices a tus alumnos.  
·      Jamás olvides que tus alumnos no son cera para moldear, sino el futuro que está en tus manos para  hacerlo crecer en libertad, autoestima, creatividad…
·      Jamás pongas fin a las tareas educativa al finalizar el horario escolar. Muy al contrario, los alumnos, sus problemas, sus vidas… deben ir contigo a lo largo y ancho de los días, porque deben formar parte de ti, desde el mismo instante que entren por las puertas del aula.   
·      Jamás te propongas imponer justicia sin escuchar. Sería manipulación pura y dura.
·      Jamás dejes que un alumno se aleje de tu lado triste, humillado, decepcionado.
·      Jamás mientas a tus alumnos. Recuerda que tú no eres un sabio sino un ser humano con grandes limitaciones. La verdad no humilla sino que engrandece.  
·                    -      Jamás trates  de ser copiado por por tus alumnos. Procura, por el contrario, fomentar su                           individualidad. Su futuro no puede ser fotocopia de tu, tal vez obsoletas, creencias.   
       
·       Jamás dejes que tus alumnos se vayan sin que hayas pronunciado su nombre, dedicado unas palabras, mirarle a los ojos…
·      Jamás midas a tus alumnos con la misma vara; no son número y cada uno de ellos es único e irrepetible.
·      Jamás hables para ser escuchado; habla siempre para ser comprendido.
·     Jamás emprendas una tarea sin haberla motivado con anterioridad. Sería como emprender un camino a oscuras.
·     Jamás trates de que un día sea igual a otro. La creatividad debe ser el arma que los haga únicos y especiales.
·         ·   Jamás, y es mi confesión incuestionable, en ningún momento, en ningún lugar, en ninguna         circunstancia, he dejado de buscar estrategias, recursos, métodos… para promover valores, para facilitar y motivar el aprendizaje, para buscar el camino de ir a mis alumnos sin esperar que ellos fueran a mí.
·   Jamás he dejado  que un alumno/a fracase, convencida de que no fracasan ellos sino  sus maestros/as.
· Jamás le he negado  a los alumnos/as la posibilidad de rectificar, evitando  así desenmascararlos. Si no había excusa, la inventaba.

·      Ni un día sin que se sientas queridos por ti e ilusionados por la escuela, ni un día sin entender lo mucho que puedes aprender de todos y cada uno.
·      No olvides nunca que la mejor enseñanza que podrás trasmitirle será aquella que tú vivas con autenticidad, con sencillez, con amor.
·      Y no olvides que la felicidad que tú puedas propiciarle, tal vez sea la mejor, la única que los salve de las muchas contrariedades del futuro, pero sobre todo, no intentes que sean  a tu imagen y semejanza, sino que crezca en ellos  las personas que son libres, autónomas, portadoras de grandes valores que descubrirás y potenciaras desde la observación y creatividad.
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sábado, 13 de agosto de 2016

Historias de vida

Se llamaba Carmen. unos diez  años, delgada, de piel azulada, casi pelada al rape, ojos negros, muy negros, y pequeñitos, muy pequeñitos. Era mi primer día de destino provisional en aquel bonito pueblo.
Primer claustro primera adjudicación de alumnos. Alguien exclamó: Carmen, este curso,,le toca a Isabel que es nueva. Otro alguien, con un gesto y leve movimiento de manos, me decía; ¡anda, hija, ya vas arreglada! Y la pequeña Carmen, en aquel fatídico sorteo de alumnos, efectivamente, me tocó a mí.
Primer día de clase. Treinta y cinco alumnos de primer curso. Entre ellos destaca Carmen por estatura. Me presento, se presentan. Ella, Carmen, a su nombre añade: a una servidora no le gusta leer. Pues, ¿qué te gusta hacer? -le preguntó-. ser peluquera -contesta- y efectivamente, la observo mañana y tarde. De un lado para otro, con una peineta en la mano y un pequeño bote con agua, intenta, de pequeño en pequeño, peinarlos con chorreones   de agua que provocan las consiguientes protestas y hasta lágrimas de los pequeños.
No sé qué hacer con ella. Se niega a estar sentada, a leer, a escribir... Limpia la pizarra, baja estos papeles al director, ordena el armario, etc. etc. Trató de que, al menos, no moleste a los compañeros.
Un día se me ocurre una idea: si quieres -le digo- tú me peinas a mí y, a cambio, lees un poco cada día. El trato queda "cerrado".
Y cada tarde, cuando a las cinco salen todos, ella me peina, y yo le voy señalando en una cartilla las primeras letras que repite gustosa. Así, un día y otro. Carmen empieza a leer y escribir palabras en la pizarra. Llega el fin de curso y Carmen, con atención especial, termina lista para pasar de curso. Me despido de todos y cada uno. Carmen no está. La busco y tengo que irme. Quiero verla porque mi destino en aquel pueblo era por un año. Me llegan las siete y Carmen no aparece; tengo que irme.
Rodeada de alumnos arranco el coche sin dejar de buscarla y, nada más salir del pueblo, cuando oigo todavía el griterío de la despedida, Carmen, medió escondida detrás de un árbol, me arroja por la ventanilla un manojo de jaramagos. Me detengo para abrazarla y se aleja corriendo sin mirar para atrás. Era evidente: no quería, no podía despedirse; yo tampoco.
Han pasado años. Muchos, pero sigo sintiendo la caricia de sus manos sobre mis cabellos en atardeceres de invierno,cuando tan solo unos débiles rayos de sol son testigo de aquella "clase" tan maravillosa que nunca olvidaré.

miércoles, 3 de agosto de 2016

No hay edad para seguir aprendiendo



Durante un tiempo, mi hija mayor trabajó, fuera de Córdoba.
Cada domingo, por la noche, se marchaba en coche a su destino.
Al despedirla, yo intentaba sonreír para darle ánimo.
Después, me asomaba a la terraza y hasta que se perdía de vista, con lágrimas en los ojos, le decía adiós con el pañuelo.
Un día caí en la cuenta de algo importante y me dije: no me asomaré más a la terraza. Es preferible que se lleve mi “olvido” a que se lleve mis lágrimas.


Una mujer se lamentaba: ¡Qué sola estoy! Y  se pasaba el tiempo haciendo solitarios con una baraja de cartas.
 Otra mujer, de buen corazón, la observaba. Un día se dijo: Trataré de hacerle compañía.
 Y se acercó a ella con el propósito de compartir un tiempo en amigable conversación.
 Pero he aquí que, cuando la mujer que hacía solitarios oyó sus amables palabras, sin levantar la cabeza de las cartas dijo: Perdona. Estoy a punto de terminar mi juego; no puedo atenderte-
 La mujer de buen corazón se alejó pensando:
 No, no está sola. Esa baraja de cartas es toda la compañía que precisa.
 Y la mujer que hacía solitarios, al terminar su juego, se lamentó: ¡Vaya si estoy sola! Me echaré otra mano."