miércoles, 29 de octubre de 2014

Ser maestro/a



Recopilando artículos de educación -más de mil quinientos- he tropezado con esta carta que dediqué a mi hija cuando, al fin, lograba su primer destino. Creo que a los maestros/as de esta Red, y a los que no lo son, les puede gustar. Así que la reproduzco para todos, queridos amigos.


A mi hija Isabel María


Por fin, eres maestra, querida hija, y para que tengas una idea aproximada de lo que tu madre piensa, cree y practica como maestra, te quiero dedicar este artículo en tu primer año al frente de una escuela. Llegará el día, y es lo deseable y mejor que pueda sucederte, que  escribas  tus propias conclusiones, pero hoy, equivocadas o no, recibe las mías que son auténticas y de eso sí te puedo dar fe. .Y es que hablar del maestro es algo tan delicado, tan importante, tan bonito y trascendente que siento miedo como si mis mejores palabras no sirvieran ni tan siquiera para esbozar los pensares y sentires que, desde niña, han anidado en lo más profundo de mi ser  sobre esta profesión  que,  sin ejercer de maestro, me transmitió el mejor de los maestros: mi padre.
Y en los muchos años de trabajo como maestra, lo he tenido siempre claro: ser maestro de escuela es lo más trascendente que se  puede ser en la vida,  porque entraña una inquietud constante por hacer correr la llama del saber, conscientes de que la cultura es uno de los mayores bienes que podemos legar a la humanidad. Donde haya un hombre culto, habrá un germen, una fuerza viva capaz de fermentar, en sabores nuevos, nuestra sociedad tan corrompida  de egoísmos que inevitablemente nos arrastran para defender, proteger y salir a flote con nuestras individualidades.
Ser maestro de escuela es gozar del privilegio de poder conducir a  los alumnos hasta el umbral de sus propias mentes donde yacen adormecidas las auroras de sus entendimientos. Ser maestro de escuela es respetar la individualidad y creatividad ilusionada y expectante de cada uno de los alumnos, olvidados de un tradicional y malsano paternalismo que engendraba individuos sumisos, impersonales, receptores de la escala de valores, implacable, patriarcal y dominadora, de sus maestros.
Ser maestro de escuela es notar que, de una manera natural, sencilla y transparente, fluye del alma, contagiosa, la felicidad, la alegría, el amor, la generosidad, la compasión... la flexibilidad. Notar la plenitud de un cielo denso que puede explotar siempre en lluvia de estrellas. Pero ser maestro de escuela, ante todo y sobre todo, es ser un luchador, un infatigable luchador, cuyo campo de batalla es el mundo y cuya causa, la vida en toda su amplitud, en todas sus facetas. Jamás un maestro debe ser conformista, un pasivo y burgués espectador que se limita a cumplir con su deber las   horas diarias que dura su trabajo en el aula. Tan importante debe ser para él, cumplir sus horarios y programas  como la preocupación por una fábrica lejana donde se elaboran los ladrillos para las paredes de las escuelas, o por los albañiles que construirán tales edificios, o por los carpinteros que diseñan y trabajan en nuevos  y mejores modelos de mobiliario, y por un larguísimo etcétera.
Un maestro de escuela no puede caminar con la vista  hacia atrás. El progreso no es solamente mejorar el pasado: es moverlo hacia el futuro. Por eso, los cambios no pueden ni deben  generar nostalgias e inseguridades. Un maestro, sin hacer proselitismo, debe presentarse al mundo, a pecho descubierto  y no tratar, en aras de una legítima moral, arropar con sus mejores fervores, la definición sincera y clara de toda la gama de sus ideologías, porque el mérito del hombre no está en su color, ni en su fe, ni en su raza, ni en su origen, radica, y no puede ocultarse,  en su conocimiento y en sus hechos.
Un maestro tiene que vivir inserto en la realidad social de sus alumnos: conocer el barrio, saber a qué huelen sus calles, qué pasa en sus esquinas, cómo son por dentro las caras de sus  gentes, en qué sueñan, cuál es su dios, quién su esperanza, dónde sus alegrías y dónde sus tristezas.
Un maestro de escuela no puede dormir tranquilo, mientras el hijo del barrendero, y n tenga que ser irremediablemente, barrendero –y no trato con ello de despreciar a nadie ni a nada- y el hijo del médico, irremediablemente, médico, mientras sus alumnos carezcan de bibliotecas para estudiar, de laboratorios donde investigar,  de gimnasios donde ejercitar prácticas deportivas tan necesarias e importantes, de profesores especializados en determinadas áreas, mientras la masificación siga siendo una agobiante realidad con el consiguiente deterioro para la calidad de la enseñanza, mientras los colegios no dispongan de un mínimo de calefacción real y refrigeración, a nivel siquiera de cualquier oficina o edificio público, mientras los alumnos, en nubes de polvo o en lagunas embarradas pasen sus ratos de recreo, mientras los colegios, limpios y acomodados no sean una prolongación de nuestras casas.
Un maestro tiene que estar al día en las innovaciones pedagógicas, en todo lo referente a su profesión, en todo lo que de una forma o de otras implique a la escuela. No puede enquistarse ni quedar desfasado. Su formación sigue una trayectoria que no admite pausas ni nostalgias. Que nadie pueda decir, maestro de escuela, que estamos llenos de ruidos y vacíos de sonidos, que somos como esos saltimbanquis que nos hacen reír cuando lloran y nos hacen llorar cuando ríen, que entre nuestra corona de espinas no hay también oculta una de laureles. Que nuestras almas talentosas salgan a la luz con una viola en las manos para consolar espíritus con música para acercar a nuestros semejantes a los misterios profundos del amor,  de la vida, y de la belleza. Y nuestras vidas serán antorchan que iluminen el camina negro y tortuoso que conduce a la salvación.
 Ser maestro, y con esto termino, es nacer cada día, con los ojos abiertos, con la mente  despierta, con el corazón ilusionado, con la voluntad puesta, decidida y firme, en colaborar  para que nuestro mundo, en la parte que nos corresponde, al caer la tarde, sea un poco mejor que al despuntar la mañana.
A ti, mi querida hija maestra, porque sabrás serlo, a todos los maestros por lo ignorado y desconsiderado que resulta su trabajo, a mi misma por tratar de ser maestra, los felicito y me felicito en estas fechas en las que, un año más, se aproxima el Día del Maestro
 De todo corazón, te quiere esta aprendiz de maestra, tu madre.

martes, 14 de octubre de 2014

La buena educación


DIARIO CÓRDOBA / EDUCACIÓN
ISABEL AGÜERA 15/10/2014

Actualmente, y cada vez más, la enseñanza, la educación en general, persigue como objetivos básicos el conocimiento y la práctica de aquellos aspectos técnicos que se suponen tan necesarios para el futuro de los alumnos, quedando bastante relegada la preocupación por enseñar, transmitir aquello que siempre hemos llamado urbanidad, buena educación e incluso respeto mínimo en todo y para todos. 
Para algunos educadores se trata de aspectos que limitan la libertad de los niños, aunque realmente producen un efecto profundo en su posterior éxito social. No obstante, muy lejos queda el propósito de hacer de ellos modelos que actúen presionados, sino que adopten ciertas conductas de manera natural, sin perder la espontaneidad propia de su edad. 
Muy lejos queda también para los adultos dicha materia que debería ser asignatura obligatoria para todos, porque basta observar cómo a cualquier nivel se han perdido los buenos modales, considerando como tales incluso actitudes y comportamientos elementales: ser puntual, amable, saludar, pedir la palabra, no interrumpir, dar las gracias, pedir las cosas por favor, ser paciente, disciplinados, etc. etc.
No todo está bien por muy progre que seamos. La urbanidad, la cortesía e incluso el refinamiento no deberían ser valores pasados de moda que con frecuencia descuidamos y hasta despreciamos tachando de cursilería ciertos gestos y necesarios detalles de buena educación. 
No es desenfado y naturalidad el incorporar a nuestro vocabulario una sarta de palabras soeces, ni lo es esa serie de costumbres que se van imponiendo y que, como mínimo, imprimen a la vida cierta nota de vulgaridad que frivoliza todo lo que hacemos. 
Basta con observarnos a nosotros mismos como modelos que somos para los pequeños y detectar detalles y un sin fin de cotidianidades que deberíamos revestir de cierta solemnidad o, al menos, de respeto y elemental cortesía.

domingo, 12 de octubre de 2014

Día Internacional de la Niña


Esta pequeña quiso fotografiarse conmigo hace años en la costa

(He estado sin Internet por lo que esta carta llega con algo de retraso)
Carta que escribí hace algún tiempo a una niña de color.
Delante de mí como si de repente, sin haberte engendrado, sin haber sufrido dolores de parto, me hubieses nacido, tengo tu foto entre mis manos que me tiemblan y me sobran para acunar tu cuerpo tan chiquito que más bien son pañales de recién nacida que me huelen a mimos perfumados y limpios. Al pie de la foto tres palabras que sobrevolando cielos y mares han aterrizado en el buzón de mi casa ”Tu niña negra”. La historia de esta insólita “propiedad” fue el repente misionero de alguien lleno de amor por sus hermanos, los hombres, y que en sus mejores años de joven emprendió vuelos hacia el Tercer Mundo, cuna negra que despabila sueños en eternas noches de hambre. Y allí, en un desvelo de mosquitos y sudores, a la luz de una nada, perdida en el olvido de todos, mis “Cartas a Lucrecia” arrulladas por la agobiante sinfonía de grillos y chicharras. 
No merezco tanto, pequeña, y, sin embargo, cuando supe que puntualmente, mis pobres y, a veces, torpes palabras en artículos viajaban a esa mansión de fatigas y rigores, me gratificó tanto que, aunque quisiera, no podría faltar a esa cita en la que mi nada -de eso puedes estar segura- se hace presente como si, por un milagro, mi cuerpo y mi alma pudieran desdoblarse y repartirse, y hacerse presentes allí, donde la soledad y la incomunicación, las más insufribles armas, son una palpitante realidad de cada hora de cada minuto. ¡Eres preciosa, mi pequeña niña! Te esperaba, desde aquel día que la” mamá-blanca “, poniendo a prueba todos sus valores, te arrancó de un vientre exhausto para abrir tus ojos a la vida.

No me canso de mirarte, porque no eres un sueño bonito en el que deleitarme y pasar más tarde a la página del olvido. No, tú, pequeña Isabel negra, eres de carne y hueso, a la que cuanto más miro más puedo reconocer como mía, y no porque lleves mi nombre, sino, porque, al tenerte entre mis manos, noto que me brota un manantial en los adentros que me llena de fervores como si amaneciera en un día festivo. Hace tiempo que no me siento tan joven y vieja al mismo tiempo. Tú, niña tercermundista, no puedes entenderlo, pero yo también un día, anciano ya, tuve vocación de ola que, navegando por los mares de todos los universos perdidos, pudiera llegar hasta ti y ser manos que te ayudaran a nacer, que te mostraran las primeras letras, que acariciaran tu piel de chocolate arañada por los soles implacables que te castigan con sus huellas sin respetar tu inocencia, y que darán con tu vida posiblemente, en una precoz sepultura. No  puedo soportar tales pensamientos y menos ahora que te siento parte de mí. ¿Por qué la vida, me apartaría, en aquella prehistoria de mis vírgenes deseos, de poder estar hoy entre tus besos, tus sonrisas, entre tus lágrimas...? No obstante, gracias a ti, hoy, después de tantos años, puedo proclamar mi juventud, porque a pesar de mi impotencia para evitar tus males, a pesar de aquella mi vocación frustrada, a pesar de que nada tengo para darte, la sangre me bulle en las venas y el ritmo de mi corazón palpita como en sus mejores tiempos al caer en la cuenta de que ese Tercer Mundo -¡maldita sea!- no es sólo de países perdidos en puntos negros de los mapas, sino que, aquí, en mi ciudad, en mi barrio, en mi escuela, hay muchos seres humanos que viven en un caos tan tercermundista como el tuyo, porque nosotros, los cultos, civilizados, progresistas, ”primermundistas”, olvidamos y marginamos a los niños problemáticos, olvidamos y marginamos a los jóvenes que día a día suicidan el vidrio de su mirada con el aguijonazo de la droga, olvidamos y marginamos a los minusválidos, a los homosexuales, a los gitanos, a los ancianos e incluso a aquellos que, por las razones que sean, ni tienen , ni son de nuestro mismo Dios. 
En mi cartera, querida niña, entre las fotos de mis hijos, guardo la tuya. La llevará siempre conmigo para recordarme, cuando coma, que tú pasas hambre, y cuando llegue a mi escuela cada mañana, que tú tal vez no puedas escapar de ese alto porcentaje de analfabetismo de los países subdesarrollados, para recordarme, cuando no pueda más con el trabajo, que tú, por pequeña que seas, tendrás que ser mano de obra y para recordarme, cuando me abata la enfermedad, que tú, mi niña negra, tendrás que soportar y difícilmente sobrevivir a los efectos catastróficos de las múltiples enfermedades endémicas y, en fin, para recordarme, cuando me asuste la muerte, que a ti te ronda como presa fácil que arrebatar sin rebeldías ni protestas.

Si llegas a cumplir años, quiero que alguien te cuente que me serviste -eso sí está a mi alcance- para entender mejor a la gente de mi mundo, para entenderla, respetarla y amarla. Y, como otra cosa no puedo mandarte, que esa misionera que un día, pensando en Lucrecia, pensando en mí, te puso mi nombre, te haga con este trozo de papel una pajarita que salte y se arrugue entre tus manos. Así, sólo así, percibirás, jugando, el cálido beso fuerte que te envío, posando mis labios en tu carita negra, mata de cabellos anillados.
 

sábado, 4 de octubre de 2014

Enseñar y corregir


Dos compañeros de trabajo, hombre y mujer, en una reunión de empresa, discutieron. El hombre, en el fragor del altercado, ofendió gravemente a la mujer  que, por respuesta, guardó  silencio. 
Pasado algún tiempo,  y mediante carta, con numerosas faltas de ortografía, el hombre pidió ayuda a la mujer para un asunto familiar urgente. Enterados amigos de la mujer exclamaron: ¡Es tu hora! Págale con la misma moneda. La mujer  dijo: no se trata de  “cobrar” sino de enseñar.   
Y contestó al escrito del hombre accediendo con gusto  a su petición, pero procuró  que en su texto aparecieran  bien escritas las detectadas faltas de ortografía. El hombre leyó y releyó satisfecho la carta de la mujer cayendo en la cuenta de cómo en la suya había descuidado sus ortografía. Se dijo: ¡Vaya si puse faltas! ¡Qué prudencia la de esta mujer! También en aquella ocasión fue prudente. ¡Si señor! Merece mi respeto y sobre todo merece que no vuelva a equivocarme.

Sin moraleja.