viernes, 19 de agosto de 2011

A una niña gitana

  
En mis manos, pequeña Rosarillo, permanecen frescos los jazmines de este ramillete, blanco y redondo, que tú misma me pusiste en el pelo esta tarde, cuando  por casualidad  nos encontramos en una terraza del barrio.
Anochecía. Resultaba bochornoso, casi irrespirable, como una respiración febril, el vaho calentón que exhalaba el asfalto recién regado, donde la gente había hecho acopio de sillas y mesas.
No obstante, logré situarme. Desde mi posición observaba, pequeña, las peripecias, las dificultades que tenías que sortear  para allanar, con tu bonita canastilla de jazmines, aquel terreno donde tú resultabas un incordio: camareros que te echaban para atrás, un perro que te asustó, las palabras airadas de una señora a la que, en tu desconcierto, pisaste, y los brazos en cruz de un medio chaval que plantado en tu camino, te cerraba el paso.
Pero lo conseguiste. De mesa en mesa, paseabas tu preciada mercancía, y la gente, comida de calor, de refrescos, de conversación, ni siquiera te veían, y te alejabas en medio de la indiferencia que a cuestas arrastrabas en tu luna de inocencia.
Yo te veía, te observaba, querida niña, vaso lleno de ilusiones, como una mariposilla, revoloteando en las claridades de una farola callejera, como gota de ola que rota en la playa torna y retorna a ser gigante, a ser mar, a ser espuma blanca de una nueva tempestad.
Con toda mi alma, deseaba que llegaras a mí. Te sentía crecer en mis deseos. Quería hablarte, acariciarte.
Cuando, al fin, desenvuelta, con una sonrisa apagada, te tuve a mi alcance, una especie de reverencia me llevó a contemplarte con la admiración y estupor que se contempla una obra de arte, porque, a tus nueve años recién cumplidos, eras como el personajillo mágico, jamás soñado. Tus ojos verdes parecían dos estrellas sostenidas en vilo por un soplo de viento. Tu boca, la pintura de un beso. Tu pelo negro descuidado, tus pies descalzas, y tu cuerpo como un cristal barnizado al sol, todo en ti era como la expresión más elocuente y viva de una historia distinta, de una herencia legendaria, de una precocidad hecha carne entre trigales amarillos y noches de cielos estrellados, y caminos de polvo amasados con palmas y bailoteos, eras esa chispa que raya en la más perfecta contradicción: ingenuidad y picardía.
-¿Cómo te llamas?, te pregunté.
-Rozario  -contestaste, despegando los labios entre sorpresa y alegría-, pero me llaman Morena. ¿Me va a comprar un ramo...? ¿Ze lo pongo en el pelo?
-Dime antes una cosa: quiénes te gustan más, los payos o los gitanos...?
Como un rayo que cayera sobre mí, tus palabras me fulminaron:
-¡Los gitanos! Los payos son malos, zaboríos y mu blancos, y no dan na, y ziempre están zentaos.
Me hizo gracia tu contestación. Sin pensar bien en lo que te decía,  repetí:
-¡Con que malos, zaboríos, blancos...! ¿Y cómo son los gitanos?
Durante unos segundos me miraste de arriba abajo. Después, como queriendo rectificar tu espontaneidad, con toda desenvoltura contestaste:
-Bueno, tos, no. Hay payos güenos. ¿Me vas a dar algo...?
-¿Vas a la escuela? ¿Sabes leer y escribir...?
-¡A mi no me gusta la escuela! ¡En la escuela estás to  el rato centao! Pero sé leer la buenaventura, y mi madre la zabe mejor, y mi hermana y mi agüela.
-Venga, si me la dices a mí, te compraré el ramo de jazmines.
Titubeaste sobre dónde colocar la canastilla que, al fin, depositaste sobre mi falda. Te acercaste hasta coger mi mano y, con tus ojos de estrellas perdidas en una extraña lejanía, exclamaste con un curioso acento de presagio:
-Que eres mu güena, mu gracioza y mu...
-¿Mu negra?, me adelanté.
-No, tú eres blanca, pero tienes unos pendientes mu bonitos, y un vestido mu brillante, y un lazo mu rojo y te va a tocar la lotería.
Alguien, desde el otro lado de la terraza,  te llamó con urgencia:
-¡Venga, Morena, deja ya la casquera!
Te alejaste despacio, contando las monedas que te había dado. De pronto, tan sólo habías dado unos pasos, volviste la cabeza y exclamaste:
-¡A ver si me buscas unos zapatillos, que eres mu gracioza!
En medio de la bulla te perdiste, posiblemente para siempre. Yo me quedé allí un rato más, pero, aunque tú no lo entiendas, pequeña, a partir de aquel momento, me empecé a sentir tan sola que sólo tu ramo de jazmines, colocado por ti misma en mis cabellos, parecía darme compañía.
Es ya muy tarde, gitanilla de luz y viento, pero no dejo de pensar en ti, porque tu recuerdo me trae a la memoria escenas de mi infancia: un puente romano, niños amontonados en el suelo, gitanos trabajando el mimbre, burros,  perros... Jamás se me permitió acercarme. Jamás alguien me habló bien de los gitanos, pero hoy comprendo,  hoy conozco la maravilla de un pueblo, de una raza que duramente apaleada, perseguida, marginada, ha mantenido, no obstante,  su personalidad e independencia, ha resistido, y seguirá resistiendo, las imposiciones de una sociedad que dicta leyes racitas, sin caer en la cuenta de que no es el color de la piel lo que distingue a unos seres humanos de otros, sino su capacidad interior de colaborar para que este mundo, escenario para gitanos y payos, sea un reino de paz, donde tú, niña mía, tengas el paso libre para vender tus jazmines, tengas una escuela que te permita aprender de pie y un lazo rojo para tus negros cabellos, porque tú, que hueles a hierba luisa, a romero,  a polvo y a leños quemados, eres como esa otra hierba dura, la grama, que por mucho que se intente arrancar, vuelve a brotar con más fuerza.
Esta noche de desastres en el mundo, yo aprieto contra mi pecho tu ramo de jazmines y me siento, más “güena, más grazioza, más negra” más, mucho mas, gitana.

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