domingo, 17 de octubre de 2010

Era mi alumno



Él era un niño de diez años de mi Centro, y era unos ojazos que, habiendo visto pronto el dolor de la vida, miraban desde una inmensa tristeza, matizada, de vez en cuando, de ingenua felicidad.

Él era tierno tallo herido, a penas despuntar, que sobrevoló por nuestras vidas, cual estrella fugaz de la que más bien queda el recuerdo de un maravilloso rastro luminoso –visto y no visto- y la certeza de haber sido testigos de su deslumbrante existencia.

Él era Rafael Francisco, un chavalillo de diez años, pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros...

Y Rafael se nos fue de pronto. Un día de escuela, mientras sus compañeros en clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras su silla, vacía como otras veces, casi no extrañaba a nadie, mientras cada cual en su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con nimiedades, con absurdos y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de un futuro que nos deparara mayor felicidad, mayor bienestar.

Y ni siquiera una corazonada, un telepático presagio; nada. La vida del pequeño Rafael como blanquísima espuma de mar, se desvaneció con el viento.
Y era un bonito día de primavera, y el sol siguió su curso, y las margaritas y las amapolas, en un frondoso salvaje, parecían entonar el más bello himno de la alegría, y en las calles, el tráfico, los ruidos, las prisas... Pero en medio de esta eclosión de vida, un pequeño féretro nos llenaba de tristeza a todos los que vivimos, de una manera u otra, la corta vida de Rafael.

Y ahora aquí, en este rincón, frente a mi ordenador, lugar preferente, lo recuerdo y unas lágrimas me corren, sin poderlo evitar, por las mejillas, y no sólo es recuerdo de pasado, sino más bien, es presente, algo así como un poderoso árbol que se me crece y cuyas raíces, y ramas, y hojas y flores, si bien amainaron en las estrellas, dentro de mi corazón marcaron profunda huella.

-Tus libros me gustan mucho -me repetía el pequeño Rafael en ternura infinita -, y son muy bonitos, y mi madre me los ha comprado y por las noches los leo, y me gustan... ¡échale! Y también tengo tu foto del periódico, y la guardo porque también me gusta..y  me gusta tu tórtola porque es blaca y porque rríe.

Y, mientras balbuceaba estas maravillosas palabras, una ligera sonrisa se esbozaba en su rostro, pegado tantas veces, bien a la mesa de secretaría, bien a la mesa del director, en un intento de mitigar aquel dolor de cabeza que -¡maldita sea!- se lo llevó.

Mi fe es lucha en un Dios que no comprendo, pero en el que, desde mi pequeñez, confío y espero. Por eso, creo que Rafael está con Dios, y creo que Rafael está con nosotros.

Mi pequeño y agradecido niño: Jamás olvidaré que unos cuentos míos, unas poesías mías, mitigaron el dolor que, postrado de mesa en mesa, soportabas. Nunca me lo había planteado hasta aquel día: bien merece la vida, si en ella se puede escribir un cuento, una poesía que haga feliz a un niño/a.

¡Échame una mano, por favor, tú que está en el cielo!, y espérame, espéranos. Entre tanto, escribiré mejores cuento, me haré mejor foto... Te lo prometo.

Y un año más, al aproximarse tu onomástica, quiero felicitarte como mi Rafael preferido.Te sigo queriendo, mi precioso alumno.


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