jueves, 7 de enero de 2016

Memorias de una Maestra II

Hoy, día de regreso a las aulas para muchos maestros y alumnos, vuelvo a mi obra Memorias de una Maestra para animar, sobre todo, a los jóvenes maestros, muchos en la creencia de que les ha tocado vivir los peores tiempos profesionales. Los maestros antes, tal vez tuviéramos ganado el respeto, pero no teníamos casa, ni coche, ni tan siquiera un sueldo que nos permitiera vivir con algo de dignidad. En fin, sigo con mi aventura de ser maestra, y sigo con el capítulo anterior,
 Aquel año, y por razones de salud, me encuentro desplazada de  cierta institución religiosa en la que había pasado unos años, dedicada totalmente a la enseñanza e integrada en plenitud  y de la que no deseaba salir por nada del mundo.  
Previamente, mis superiores me habían ordenado preparar oposiciones al magisterio. Obtuve plaza en la provincia de Córdoba. Y fue entonces, cuando me comunicaron la decisión de mi salida a un apostolado por los pueblos, lejos de aquella vida para la que tan diestramente había sido preparada, lejos de mi familia que, por previa y contundente recomendación, ignoraba mi situación, sola y lejos de todos, enferma -enfermedad, fruto de mi entrega sin reservas-, sin dinero -no ganaba para pagarme la más modesta de las pensiones de entonces -,  sin amigos... Todo mi haber, aquella escuela de sesenta y cinco niñas y aquel barrio, campo marginal, que yo recibí como mi mejor destino.
Más bien por caridad, dos buenas mujeres mayores, solteras y de mediana posición social, por intervención de una maestra, que tiene algunas referencias mías, aceden a darme hospitalidad en su casa. Y allí, en el hueco de una escalera, y sobre una vieja cama, comida de manos de pintura negra, deposito la maleta  con mis pobres pertenencias. ¡Cómo recuerdo aquellas largas noches de insomnio! En mis pensamientos, aquella casa  en la que yo dormía en el rescoldo rojizo de la lamparilla del sagrario, entre olores a incienso, cantos gregorianos y horas de silencio y recogimiento. Y mi familia, cercana pero al mismo tiempo tan distante e ignorante de mi situación.   
¿Hacia dónde caminaba yo? ¿Qué futuro me aguardaba? Mi refugio era el sagrario. Allí, en la soledad de la parroquia de San Francisco, en los atardeceres interminables de aquellos días primeros de curso, mientras por las calles cunde el bullicio de la gente en trasiego de vida, yo, una niña - ¡lo tendré que repetir tantas veces.. !-  me pasaba horas llorando en una especie de bilocación, porque si bien mi cuerpo estaba allí, en realidad algo de mi,  involuntariamente, escapaba de aquel mundo. No sabía, no podía desprogramarme con la urgencia que las circunstancia requerían.
Y deseaba regresar, y pedía a Dios fuerzas para cumplir aquella dura realidad que empezaba a ser mi vida.



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