martes, 6 de diciembre de 2016

Una niña sola

Buenos días, amigos; cada noche dedico un rato a la lectura. Ayer me dio por repasar una  obra inédita que titulé, hace tiempo, Experiencias Pedagógicas. En ella  recojo peripecias vividas en las escuelas, en los pueblos y con la gente. Me impresionó mucho una vivencia que tenñia algo olvidada, Hoy os la cuento porque todos, pero en especial los maestros podemos hacer por todos, en general, mucho más de lo que es puramente profesional. Os gustará.

 Carmencita, una pequeña de aquella es­cuela de un pueblo ya muy lejano en el tiempo, que vivía sola con su abuela, algo que yo ignoraba por completo, si bien tenía observado que a las reuniones de tutoría jamás asistían familiares algunos por su parte. Un día, me dijo: Mi abuela está en la cama y no puede levantarse. Yo le hago todas las cosas y la peino, y la lavo, y la levanto, pero, ¡anda que no pesa! Está mala del corazón, ¿Y cómo es eso de que tu la cuidas? -pregunté- ¿Dónde está tu madre, tu padre, tus hermanos...? Mi padres y mis hermanos viven en otro pueblo y como somos muchos, y mi abuela está sola, me trajeron aquí para que la cuidara.
Las palabras de  aquella pequeña me conmovieron profundamente. Ella era lo que se dice una niña desenvuelta, trabajadora,  pero nunca hubiera pasado por mi cabeza la idea de su soledad, a no ser por su confesión, mezcla de espontaneidad y dolor. Cada tarde -fue mi decidido propósito-,  al finalizar las clases, me desplazaba a casa de Carmencita. En una cama de perinolas doradas, que ocupaba toda la habitación, estaba aquella mujer, efectiva­mente, pesada, vieja y enferma. La pequeña sólo tenía once años y, como una mujercita, llevaba todo el peso de la casa y la atención a su abuela que, en delirios, me comentaba: Todos los días  viene a verme un niño precioso: trae una bola en la mano. Se sienta al pie de la cama y me sonríe. Yo no quiero que se vaya, pero, cuando pasa un rato conmigo, desaparece.
Aquella historia, y otras que la pobre vieja relataba, me ponían los vellos de punta, pero, en un esfuerzo, muy superior a lo que yo podía, y dirigida por Carmencita que llevaba la voz cantante, arreglaba la casa, hacía algo de comida, y, entre arcadas, le cambiaba sábanas, mullía el apelmazado colchón de borra que olía a orines manidos. 
Una tarde la pequeña faltó a clase. Nada más llegar a la casa,  me esperaba en la puerta:
Mi abuela no se despierta y lleva mucho rato durmiendo. Un escalofrío me corrió de pies a cabeza. Yo jamás había visto la muerte, y allí   me di de cara con ella. Recuerdo también mi atropello, desconcierto... ¿qué hacer? Corrí a la calle, busqué ayuda entre las vecinas y una de ellas,  otra pobre y anciana mujer, la amortajó.
Aquel evento me costó una enfermedad. Noches de insomnio, sin poder apartar de mi mente la imagen de la mujer muerta que me soliviantaba cada cabezada que intentaba dar.
A Carmencita, tras muchas idas y venidas a familiares, se la llevaron unos tíos. Du­rante mucho tiempo me escribía con bastante frecuencia.

Y así pude seguirla, ayudarle hasta que, poco a poco, se hizo mayor, si bien  con más premura que correspondía a sus años.

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