Pues, sí, algo sencillo,
reivindicativo y necesario. Muy breves “recetas” pedagógicas, deducciones de mi
larga vida profesional, para retomar el curso con buen pie.
Mucho antes de evaluar a un alumno, el maestro/a
debe evaluarse a sí mismo para saber exactamente qué nota merece el alumno.
Un maestro debe sustituir la palabra mal por “puede
estar mejor”.
Ante un alumno que no llega a diez, el maestro
debe “bajar” el diez hasta el alumno.
Ser maestro es un tener
siempre la mano extendida para facilitar el caminar de los alumnos que lo
necesiten, evitando así que puedan caer. Un día vi cómo un pajarillo alzaba vuelos desde mis pies. Unas
lágrimas rodaron por mis mejillas. Era exactamente mi sueño: preparar a mis
alumnos para que pudieran izar vuelos hacia horizontes de libertad.
Por lo general, el maestro, en
aras de horarios, programas, contenidos, etc. obnubila la globalidad de los
alumnos, sometiéndoles, solo, al implacable rasero de evaluaciones y exámenes,
forzándoles, así, a una implacable maratón, cuya meta, por razones variopintas,
puede ser inalcanzable para muchos, dejándolos, eso sí, marcados para siempre.
El maestro jamás debe dejarse llevar por el posible
currículum, casi siniestro, a veces, de algunos alumnos, sino que buceando en
sus profundidades debe encontrar al ser humano que late perdido sin encontrar
camino hacia la superficie.
Para un maestro tan valioso debe ser el alumno que tan solo sabe
cortar bien un papel como el que mejor estudie, memorice, etc. porque los
talentos y habilidades son múltiples y en descubrirlas, valorarlas y
encauzarlas reside el éxito o el fracaso.
Un maestro debe dilatarse, pero jamás derretirse.
Un maestro
debe ser la almohada donde los alumnos, todos, puedan soñar con sus sueños y
despertar con el paso echado para realizarlos.
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