Primavera
bochornosa andaluza. Un día cualquiera de hace ya .. ¡años! Rosa, una pequeña
de diez años, como cada tarde jugaba con mis hijos en la puerta del bloque. Era
la octava de diez hermanos. Sus padres carecían de medios. De ahí que, al salir
de la escuela, me la trajera a casa. Me ayudaba, aprendía, jugaba... Era un
alivio para su familia. Se estaba poniendo el sol. Era el tiempo de los
"pollitos", así le llamo yo porque se oyen piar por los mercadillos.
En mi terraza, amontonados en una caja de zapatos, tres o cuatro piaban en una
pequeña jaula. De repente, un telefonazo, una trágica, monstruosa noticia: la
madre de Rosa había muerto repentinamente.
Un pueblo cercano, donde yo ejercía,
revuelo de vecinos, niños y niñas merodeando la pobre casa de Rosa. Un portal
repleto de gente, un comedor rebosando gritos, un patio de geranios, una
habitación chorreando humedad, una mujer
cadáver, comida de hijos que, asustados, se arrebujaban unos contra otros.
Rosa, menuda y delicada, se desvaneció
en mis brazos: una silla, mucha gente, bochorno, botellas de refrescos,
comentarios, suspiros:
-¡Pobres criaturas! ¡Y tantos como son! ¡Y qué van a hacer con la falta
que hace una madre!
Unos minutos después, Rosa, recobrado
el conocimiento, lloraba en mi regazo. Sentí que las piernas me temblaban y que
ni una palabra de consuelo salía de mi garganta seca por la emoción. No había
otra cosa para aquellas criaturas que el devolverles viva su madre.
Y me rebelé contra el destino del pobre
ser humano, y me hice el propósito de suplir en lo que pudiera, con mi cariño y
atención, la falta de aquella mujer, madre de tantos hijos.
Rosa, a pesar de mis dificultades
económicas, vivió en mi casa durante varios años. Se hizo mujer prematuramente.
Un día, su padre la reclamó. La
necesitaba para hacerse cargo de la casa, al casarse las dos hermanas mayores.
Muchas veces fui a verla: cuidaba a sus
hermanos, mantenía verde el patio, había reparado las manchas de humedad y,
como una buena madre, guisaba, planchaba... Pero también Rosa se casó. Se fue a
vivir a Valencia Durante unos años nada supe de ella.
Un día, hacia media mañana, la portera
del colegio me anunciaba una visita. Era Rosa. Toda una mujer. De la mano, dos niños casi bebés. Me abrazó, lloró y de
una bolsa sacó un pequeño paquete:
-Tome -dijo -. Aunque
a usted le gustan los libros y esas cosas, le traigo algo que hubiese alegrado a mi madre: un costurero con
muchos acericos. Y es que usted lo hizo conmigo como una madre. Se portó
tan bien... Nunca he podido olvidarla. ¡Ojala mis hijos den con una maestra
como usted...!
Cada año de los que mis hijos fueron niños, los pollitos seguían, por el
mismo tiempo, piando en la terraza, y yo recordando a aquella pequeña que se
quedó sin madre, cuando jugaba, lejos del dolor y, por supuesto, de la tragedia
de la muerte.
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