domingo, 11 de noviembre de 2018

Más allá del aula

Primavera bochornosa andaluza. Un día cualquiera de hace ya .. ¡años! Rosa, una pequeña de diez años, como cada tarde jugaba con mis hijos en la puerta del bloque. Era la octava de diez hermanos. Sus padres carecían de medios. De ahí que, al salir de la escuela, me la trajera a casa. Me ayudaba, aprendía, jugaba... Era un alivio para su familia. Se estaba poniendo el sol. Era el tiempo de los "pollitos", así le llamo yo porque se oyen piar por los mercadillos. En mi terraza, amontonados en una caja de zapatos, tres o cuatro piaban en una pequeña jaula. De repente, un telefonazo, una trágica, monstruosa noticia: la madre de Rosa había muerto repentinamente.
Un pueblo cercano, donde yo ejercía, revuelo de vecinos, niños y niñas merodeando la pobre casa de Rosa. Un portal repleto de gente, un comedor rebosando gritos, un patio de geranios, una habitación chorreando  humedad, una mujer cadáver, comida de hijos que, asus­tados, se arrebujaban unos contra otros.
Rosa, menuda y delicada, se desvaneció en mis brazos: una silla, mucha gente, bo­chorno, botellas de refrescos, comentarios, suspiros:
-¡Pobres criaturas! ¡Y tantos como son! ¡Y qué van a hacer con la falta que hace una madre!
Unos minutos después, Rosa, recobrado el conocimiento, lloraba en mi regazo. Sentí que las piernas me temblaban y que ni una palabra de consuelo salía de mi garganta seca por la emoción. No había otra cosa para aquellas criaturas que el devolverles viva su madre.
Y me rebelé contra el destino del pobre ser humano, y me hice el propósito de suplir en lo que pudiera, con mi cariño y atención, la falta de aquella mujer, madre de tantos hijos.
Rosa, a pesar de mis dificultades económicas, vivió en mi casa durante varios años. Se hizo mujer prematuramente.
Un día, su padre la reclamó. La necesitaba para hacerse cargo de la casa, al casarse las dos hermanas mayores.
Muchas veces fui a verla: cuidaba a sus hermanos, mante­nía verde el patio, había reparado las manchas de humedad y, como una buena madre, guisaba, planchaba... Pero también Rosa se casó. Se fue a vivir a Valencia Durante unos años nada supe de ella.
Un día, hacia media mañana, la portera del colegio me anunciaba una visita. Era Rosa. Toda una mujer. De la mano,  dos niños casi bebés. Me abrazó, lloró y de una bolsa sacó un pequeño paquete:
-Tome -dijo -. Aunque a usted le gustan los libros y esas cosas, le traigo algo que  hubiese alegrado a mi madre: un costurero con muchos acericos. Y es que usted lo hizo conmigo como una madre. Se portó tan bien... Nunca he podido olvidarla. ¡Ojala mis hijos den con una maestra como usted...!
Cada año de los que mis hijos fueron niños, los pollitos seguían, por el mismo tiempo, piando en la terraza, y yo recordando a aquella pequeña que se quedó sin madre, cuando jugaba, lejos del dolor y, por supuesto, de la tragedia de la muerte.



No hay comentarios:

Publicar un comentario