lunes, 4 de julio de 2011

Un ratón en el aula

 Lecturaa de verano
  
El maestro que intenta enseñar sin inspirar en el alumno el deseo de aprender está tratando de forjar un hierro frío. Horace Mann


Fue mi primera escuela. Una unitaria rural con más de sesenta niñas. Estaba situada muy cerca del Guadalquivir y rodeada de  huertas con olor fresco a hierba y azahar
La clase, con grandes esfuerzos, marchaba pero, desde mi precoz percepción, notaba una malsana rutina que poco o nada motivaba a aquellas alumnas, tan constantes, por otra parte y solícitas a mis sugerencias.
Sucedió que un día se nos entró por la puerta un ratoncillo ¡Un ratón, profesora! -gritaron a una las sesenta alumnas- ¡Un ratón! ¡Qué gracioso, que  lo coja la "tomata"! ¡Que lo coja; a ella no le da miedo!
Tengo que confesar que tan sólo me bastó oír la palabra ratón, para que de un salto me subiera, al igual que el resto de mis alumnas, en una silla.
Y, efectivamente, la "tomata", una niña de los chozos, acostumbrada a convivir con toda clase de alimañas, lo atrapó en un instante y, en medio del griterío, cogido por el rabillo, lo paseó por toda la clase.
Unas voces se alzaron pidiendo clemencia para el ratón: ¡No lo mate, profesora! Podemos cuidarlo. ¿Cómo? -pregunté desde la altura de mi silla y sin que tan siquiera hubiera pasado por mi cabeza la idea de matarlo- Lo mejor será soltarlo y que se vaya.
La "tomata", resuelta, encontró rápida solución: cogió la papelera, la colocó boca abajo encima de mi mesa y, con sumo cuidado, soltó al ratón que, de esta forma, quedó atrapado, justo, al alcance de mis manos. Las niñas le propinaron un aplauso por el acierto; el ratón, por unas horas -pen­saba yo- se quedó entre nosotras. Al terminar la jornada, les propuse soltarlo, pero accedí al ruego unánime de mantenerlo un día más.
Y recuerdo con qué interés y curiosidad lo observaban por entre las rendijas de la pa­pelera. Tuve que establecer un orden porque el ratoncillo allí atrapado era lo único que im­portaba. Por unanimidad, acordaron quiénes y cuándo les llevarían comida y agua, de forma que no le faltara a ninguna hora, y acordaron limpiarlo y hasta sacarlo a pasear de manos de la "tomata". 
Por más que me esforzaba, en mi mucho interés, por continuar  con la lecto-escritura y con el programa que me había propuesto de enseñanza, por secciones, no había forma de lograr un mínimo de concentración, lejos del ratón y de la papelera que tanto respeto me inspiraban y que, con tanto recelo, mantenía sobre mi mesa.
Fue entonces, cuando comprendí: mi programa, mis lecciones..., tendría que encau­zarlas desde el ratón y sobre el ratón.
Y así lo hice: estudiamos los roedores, aportaron anécdotas -todas tenían múltiples historias de ratas y ratones en sus casas-, con lo que la expresión oral se dinamizó, y las intervenciones, tan difíciles de conseguir en un principio, se sucedían con espon­taneidad y gracia.
En torno al ratón, las mayores escribieron cuentos, y las pequeñas hicieron dibujos.
Lo más interesante fueron los cuestionarios, tanto orales como escritos:
·                ¿Por qué hay que matar a los ratones?
·                ¿Los ratones son  ratas pequeñas?"
·                ¿Por qué la gente tiene tanto miedo a los ratones que son tan pequeños?
·                ¿Por qué a los gatos les gustan los ratones?
·                ¿Por qué les ponen queso en las trampas?
·                ¿Qué daño pueden hacer los ratones?
Y un larguísimo etcétera que nos mantuvo durante unos días sumergidos plenamente en el tema.
Una mañana, días después, alguien empujó a la papelera. El ratoncillo, como una exhalación, co­rrió en dirección a la calle. Algunas niñas exclamaron:¡Se ha metido en la clase del maestro!
Efectivamente, adosada a mi aula había otra idéntica de varones, tan concurrida  como la mía. Y así debió ser porque el griterío -esta vez de los niños- se repitió, pero, un fuerte golpe acalló rápidamente el alboroto. La "tomata", que sin previo aviso, se había lanzado a su captura, entró en la clase de­solada: ¡Lo ha matado el maestro! ¡Si yo lo sabía!
Se hizo un silencio. Por decir algo, creo que, torpemente, medio expliqué: Los ratones no se pueden mantener encerrados...
Mejor que muertos... -me salió al paso una pequeña de nueve años-. .Mejor soltarlos que matarlos -añadió otra.
Con los días, la historia del ratón se fue olvidando.
A mí, jamás, porque había recibido la primera gran lección de mi vida: tendría que enseñar a partir de los intereses de los alumnos. No, no eran ellos los que debían venir a mi terreno  sino yo al suyo

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