sábado, 25 de junio de 2011

Lecturas para maestros en vacaciones -1 -

                                              
                           Que nuestra vida sea luz para cualquier navecilla a la deriva

Queridos compañeros: No soy partidaria de lecturas que nos exijan tiempo de más y que leamos a la ligera o dejemos de leer. Para esta vacaciones, contando con más tiempo libre, voy a ir insertando experiencias que pueden resultar dolorosas pero de ellas se aprende, y mucho. Por eso, perdonad  y entended mis mejores deseos para este tiempo de ocio y reflexión.

MI QUERIDA NIÑA
Casi no puedo recordar los años que me separan de aquella chiquilla de ojos vivarachos y mejillas azuladas que encontré en un pequeño pueblo de la campiña cordobesa.
No obstante el tiempo transcurrido, mi querida niña, tu recuerdo ha permanecido vivo en mi memoria, con la frescura de aquella mañana primera, cuando entraste en mi vida. Un maestro,  ¿sabes? es como una esponja que, gota a gota, sin perder ni una, se va empapando de los sueños, del amor, de la alegría de los problemas de sus alumnos.
Por eso, tú, mi pequeña, compendio de tantos desamores e incomprensiones, te quedaste para siempre, y en lugar privilegiado, en la historia de mi vida. Zora era de esos niñas que exasperan a padres y maestros, porque su comportamiento está lejos de  ajustarse al modelo convencional  que la lógica de los adultos ha dictado e impuesto como ley,  mediante la cual todos los seres humanos deben ser moldeados en cadena. No había nada más que ver sus brazos de fideo, siempre acardenalados, y oír sus desconcertantes e ingenuas explicaciones, para intuir el tremendo drama que era su vida:  Mi madre me da pellizcos, y mi padre me pega porque no aprendo a leer, y la maestra me castiga...
Tú eras alegría, originalidad, eras exponente de  grandes diferencias que exigían por parte de todos  atentas, significativas y  diversas estrategias que te situaran en el umbral de un camino por el que sólo tú podrías caminar. Sabes que lo intenté, pequeña, durante el poco tiempo que permaneciste en mi aula. Después, te perdí para siempre.
Y hoy, muy lejana la historia de Zora y, cuando la primavera eclosiona en nuestras vidas  y  cuando  todo parece renacer del sopor del invierno, te recuerdo, pequeña mía. ¿Qué fue de tu vida?  A veces, ¿sabes?, con nuestros ancestrales métodos anatematizamos y hasta satanizamos a alumnos que sólo son diferentes, pero para los cuales no hay lugar en una escuela, en una sociedad que sólo camina en manada por la estrecha y facilona vereda que no va a ninguna parte. Mejor, volar sola, pero volar alto. Y llegar.
Efectivamente, por tercer año consecutivo, Zora repetía primer curso. Entre sus compañeros y compañeras de clase destacaba, que les sacaba la cabeza, por su estatura y, sobre todo, por una especie de rutinaria agilidad con la cual se adelantaba a cualquier situación. Era como si de memoria se hubiese aprendido, en aquellos largos años de permanencia en la misma historia, una rutinaria retahíla que, invariablemente, repetía en voz alta, tratando de despabilar a los pequeños de por si lentos y distraídos:
“¡Venga, a leer, a escribir, a la fila, al recreo, a los servicios..!”
Y les ayudaba a descolgarse las carteras, y les ataba los cordones de los zapatos, y les abrochaba los babis, y los ordenaba en las filas y los ponía en orden en la fuente... Pero el gran empeño de Zora era peinarlos una y otra vez. Incansable, con una vieja peineta y un  botecillo de agua, recorría mesa por mesa, provocando las incesantes protestas de los pequeños y pequeñas:
“Zora me ha deshecho la cola”. “Zora me ha tirado del pelo”. “Zora me ha mojado”.
Llevaban razón, mi querida niña. Pero no podías soportar la inmovilidad en aquella mesa, que te llegaba a las rodillas, ni aquel reducido espacio que  correspondía a tu silla enana. No querías, ni podías, soportar, cinco horas repitiendo, pasivamente, números y letras..
En mi agenda guardo algunas de tus pintorescas fantasías: "A veces pienso que soy una lechuga metida en un frigorífico, y que me sacan, me cortan en ensalada y me comen. A veces creo que soy un lápiz que se va a terminar de tanto sacarle punta
Decididamente tenía que encontrar  la forma de acabar con la tragedia, con los malos sueños de mi querida Zora.
Y fue un pacto, un sencillo acuerdo que me dictó el amor hacia  aquella pequeña y que nos comprometía mutuamente:
Tú me peinas  - le propuse -, y yo te enseño a leer”.
Cada tarde, cuando los alumnos y alumnas salían, las manos cálidas de la pequeña se deslizaban por mis cabellos, al tiempo que, por primera vez en su vida, repetía, con gusto, letras, palabras de la cartilla.
En poco tiempo, tras el peinado, escribiendo y leyendo en la pizarra, aprendió a poner su nombre, el mío, el de sus padres, el nombre de cosas que a ella le gustaban: flor, sol, nata, fresa, cielo, rojo, etc.
Cuando terminó el curso, ¿te acuerdas?, ya leías en la tercera cartilla, y hacías cuentas de sumar, restar, multiplicar... Y hacías manualidades: dibujos, recortables, flores, muñecos de esponja y, bueno, muchas cosas más.
Tuve que irme a otro pueblo; estaba allí provisional. La tarde que nos despedimos, tú, mi querida niña, más que ningún otro alumno, me besabas, me abrazabas... Parecías un pajarillo jugueteando con un trozo de manzana. Tu aliento olía a leche con galletas migadas, y tu pelo, a brillantina barata.
Cuando arranqué el coche, cayó sobre mi falda un puñado de jaramagos que, de un salto, me arrojaste por la ventanilla.
Pasó un año. Al terminar el curso, decidí visitar a Zora y, nada más entrar en el Centro, alguien se apresuró a darme la noticia:
“Por fin hemos conseguido una maestra de educación especial. Por fin Zora  está bien atendida y se le nota cómo se va portando cada día mejor”.
Un escalofrío me corrió de pies a cabeza. Me acerqué a la sala de profesores, convertida, provisionalmente, en aula. La pequeña, con  tres o cuatro niños más, sentada en torno a la gran mesa sobre la que medio apoyaba la barbilla, hacía unos extraños movimientos con las manos, con la cabeza...
“¡Zoraya, Zora...!” - la llamé desde la puerta.
Pero aquella niña de mejillas azuladas, toda imaginación y ternura, no hizo ni un sólo movimiento, al escuchar mi voz, no hizo ni un sólo gesto, al acercarme a ella e insistirle:
“¿No me conoces? ¿No te acuerdas de mí?” - le pregunté, dándole un beso.
Por respuesta recibí, y jamás podré olvidarlo, unas rutinarias e impersonales medio palabras.
“Te-no  muchos co-lo-res - dijo, sacando de una prosaica cartera un puñado de lápices que arrojó sobre la mesa.
La maestra, todo fervor de éxito, se me acercó murmurándome al oído:
“Ya he conseguido que vaya haciendo ejercicios de prelectura y preescritura y, sobre todo, ya se va quedando quietecita en la silla”.
Zora, mi querida Zora, alguien cometió un gran error contigo. Muchos debieron creer que, en vez de árbol, tú te quedarías en lechuga, y te "sacaron del frigorífico, te hicieron pedazos y te comieron, y te sacaron tanta punta que te gastaron y sólo dejaron de ti, hermoso árbol,  las virutas de un  lápiz”.
Me alejé con lágrimas en los ojos. ¡Qué pena! ¡Eras tan maravillosa!


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