miércoles, 9 de mayo de 2012

Dolor en el alma


  Mi querida Luichi

Casi no puedo recordar los años que me separan de Luichi, aquella niña de mejillas azuladas, ojos pequeñitos  y desorbitados que encontré en la escuela de un pueblo. Muchos años, pero ¡ni un solo día ha pasado desde entonces sin recordarla. Hoy la traigo a este blog para seguir reivindicando amor para tantos y tantos alumnos/as que ni tan siquiera conocen la palabra.

Muchos años, sí, no obstante, mi querida niña, -hoy serás una mujer-, el tiempo transcurrido, tu recuerdo ha permanecido en mi memoria. Un maestro ¿sabes?, es como una esponja gigante que, gota a gota, sin perder ni una, se va empapando de los sueños, del amor, de la alegría de sus alumnos, los dolores, las angustias que, desequilibran y azotan a seres tan indefensos.

Por eso, tú, pequeña, compendio de tantos desamores e incomprensiones, te quedaste para siempre, y en lugar privilegiado, en la historia de mi vida.

Luichi era de esos niños que desesperan a padres y maestros, porque su comportamiento estaba lejos de ajustarse al modelo convencional que la lógica de los adultos ha dictado e impuesto como ley. No había nada más que ver sus brazos de fideo siempre acardenalados y oír sus desconcertantes e ingenuas explicaciones: Es que mi madre me da pellizcos, y mi padre me pega porque no aprendo.

Efectivamente, por tercera vez, Luichi repetía primer curso. Entre sus compañeros de clase destacaba, que le sacaba la cabeza, por su estatura y sobre todo, por una especie de rutinaria agilidad con la que se anticipaba a cualquier situación. Era como si de memoria se hubiese aprendido, en aquellos largos años de permanencia en la misma historia, una aburrida retahíla que, invariablemente, repetía en voz alta, tratando de espabilar a los pequeños, de por sí, lentos y distraídos: Venga, a leer, a escribir, al recreo, a los servicios...

Y les ayudaba a descolgarse las carteras, y a abrocharse los zapatos, y los ordenaba en las filas, y ponía orden en la fuente y..., bueno, su empeño favorito era peinarlos a todos. Incansable, con una peineta mellada, y un botecito de agua, recorría mesa por mesa, provocando las incesantes protestas de los pequeños: Luichi me ha deshecho la cola, me ha mojado y me ha tirado del pelo.

Llevaban razón, mi querida Luichi. No podías soportar un instante de inmovilidad en aquella mesita que te llegaba a las rodillas, ni en aquel reducido espacio que correspondía a tu silla, No podías, ni querías soportar, cinco horas, repitiendo, pasivamente, números y letras. En mi agenda, guardo alguna de tus fantasías: A veces, pienso que soy una lechuga y que estoy metida en un frigorífico, y que me sacan me cortan en ensalada y me comen.

Decididamente, tenía que encontrar un medio de motivar, de salvar las tragedias, los sueños de Luichi. Y fue un pacto, un sencillo acuerdo que nos obligaba mutuamente: Tú me peinas –le propuse-, y yo te enseño a leer.

Cada tarde, cuando los niños salían, las manos blanditas de Luichi se deslizaban, que me dormía, por mis cabellos, al tiempo que, por primera vez en su vida, repetía con gusto, letras, palabras de la cartilla. En poco tiempo, escribiendo y borrando en la pizarra, aprendió a poner su nombre y el mío, y el de sus padres, y el de todas las cosas que le gustaban: fresa, nata, sol, cielo, rojo...

Cuando terminó el curso, ya leías en la tercera cartilla y hacías cuentas de sumar, restar y multiplicar.

Tuve que irme a otro pueblo. La tarde que nos despedimos, tú, mi querida niña, más que ninguna otra alumna, me besabas, me abrazabas,... Parecías un pajarillo jugueteando con un gusano. Tu aliento olía a leche con galletas migadas y tu pelo, a brillantina.

Cuando arranqué el coche, cayó sobre mi falda un puñado de jaramagos que, de un salto, me arrojaste por la ventanilla.

Al año siguiente, a finales de curso, decidí visitar a Luichi. Y nada más entrar en el colegio, alguien se apresuró a darme la noticia: Por fin, hemos conseguido un maestro de educación especial. Por fin, Luichi está donde debió estar siempre, por su bien, claro.

Me acerqué a la sala de profesores, convertida en aula. Luichi, con otros niños, sentada en torno a la gran mesa sobre la que medio apoyaba la barbilla, hacía unos extraños movimientos con las manos, con la cabeza… ¡Luichi, Luichi! -la llamé desde la puerta.

Pero aquella niña de mejillas azuladas, toda imaginación y ternura, no hizo ni un solo movimiento al escuchar mi voz, ni un solo gesto, al acercarme a ella e insistirle:-¿No me conoces...? ¿No te acuerdas de mí...?

Por respuesta recibí y no lo he ovidado jamás, unas palabras rutinaria e impersonales: ¡Teno muchos colores! – exclamó, sacando de una prosaica cartera un puñado de lápices que arrojó sobre la mesa.

La maestra, todo esplendor de éxito, se acercó a mí, murmurándome al oído: Ya he conseguido que vaya haciendo ejercicios de prelectura y preescritura y, sobre todo, ya se va quedando quietecita en la silla.

Luichi, mi querida Luichi, alguien se equivocó contigo. Muchos debieron creer que, en vez de árbol, tú te quedarías en lechuga, y te sacaron del frigorífico y te hicieron pedacitos y te comieron. ¡Qué pena! Eras tan maravillosa…

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