miércoles, 23 de mayo de 2012

De Memorias de una Maestra

Queridos amigos: Hoy, repasando Memorias de una Maestra, editado por Desclée, he sentido una tremenda emoción al volver a este párrafo que os transcribo:


Mi trabajo con las alumnas se multiplicó. Llegó el invierno y aquel pueblo de olivos despertaba de noche. Los hombres, las mujeres y también los niños y niñas de once o doce años, entre heladas y bostezos, recorrían las calles del pueblo camino de los tajos. Mi clase quedaba reducida a cuatro o cinco alumnas. ¡Qué pena sentía, cuando a la caída de la tarde, por los ventanales del aula, las veía regresar, con pasos cansados y envueltas, de pies a cabeza, en bastos ropajes!
A veces, tras asearse y descansar, me visitaban. Un día les propuse, si estaban de acuerdo, en darles clase por las noches. Accedieron con gusto, y así, logré que de una forma amena, creativa y lúdica, repasaran los conocimientos más elementales, sobre todo la lectura y escritura. Y me contaban historias macabras que oían de los aceituneros, y me contaban cómo se les helaban las manos al coger las aceitunas clavadas en la escarcha, y me mostraban, y el vello se me ponía de punta, las manos, aquellas tiernas manos de niñas, llenas de sabañones reventados en grietas ensangrentadas que apenas si podían sujetar la tiza y los lápices
Como algo muy especial, el recuerdo de la pequeña J.M. -hoy bien casada y que, incomprensiblemente, dice no recordar nada-. Excelente bordadora. Sus manitas de diez, once años eran primorosas y delicadas como ningunas. Modosa y callada, tan pronto como terminaba sus deberes, se apresuraba al bordador. Su escasez de medios no le permitían llevar telas, por lo que yo le compraba sábanas, mantelerías y hasta colchas, algunas de ellas guardo como dechado de artesanía, difícil de emular en estos tiempos.
Pero aquella pequeña, cuando llegó la aceituna se ausentó de la clase, previo despedirse de mí: se iba con su familia a un cortijo de Jaén.
-Me podía quedar con mi abuela -me decía-, pero mi padre dice que hace falta el dinero. Cuando vuelva, terminaré los bordados y estudiaré lo atrasado.
Y una tarde, a finales de enero, la pequeña volvió: su cara estaba negra, curtida... y sus manos eran todo vendas.
-¿Qué te ha pasado? -le pregunté con gran preocupación.
-¡Nada! -contestó con naturalidad- El frío, los terrones... ¡Y estas manos..!
-Déjame que te las vea -le propuse, al tiempo que le iba desliando vendajes.
Las manos de mi pobre J.M estaban totalmente deformadas por la hinchazón. Las yemas de sus dedos eran llagas abiertas que sangraban.
-¿Quién te cura? ¿Qué te pones? -me apresuré aterrorizada.
-¡Eso se cura solo! -exclamó- Me pasa todos los años.
Y la llevé a mi casa. Con agua hervida y gasa esterilizada, le lave, con todo mimo, las llagas. Le puse bálsamo -lo único que tenía- y le hice prometer que iría todos los días a que la curara.

Otra niña de mi clase -diez años-, con lágrimas en los ojos, me abordó un día:
-Me voy, maestra. Me van a quitar de la escuela para ponerme a servir de niñera. Si quiere, puedo venir por las noches, pero no sé a qué hora terminaré, porque, ¡hasta que se duerman los niños!
Hablé con los padres. Le iban a pagar sesenta pesetas al mes. Yo le propuse darle cincuenta y que se quedara conmigo, ayudándome en la casa. Llegamos al acuerdo y Manolita pudo simultanear sus servicios domésticos con la escuela -incuestionables para los padres.
Eran muchas las niñas que, a los diez u once años, abandonaban la escuela para trabajar en casas como niñeras, sin apenas saber leer ni escribir, sin haber sobrepasado, y eso era lo más doloroso, la edad infantil. Quedaban incorporadas, para siempre, al mundo del trabajo, al mundo de los adultos.

Por todas estas cosas y muchas más que eran la realidad de aquellos tiempos para los niños y niñas de la escuela pública, la primera vez que en mi Centro, hace tres o cuatro años, desde la sala de profesores, donde trabajaba en una hora libre, oí a un grupo de alumnos/as que, en clase de música y acompañados por el órgano, tocaban la flauta, se me saltaron las lágrimas. Un compañero de pocos años me preguntó:
-¿Te pasa algo? ¿Te encuentras bien?
-Sí, muy bien -le contesté-. Es la clase de música que me ha emocionado.
-¿La clase de música?
Y medio encogiéndose de hombros sin comprender palabra, se alejó.
¡Ya lo creo que para él mis sentimientos por algo tan elemental no tenían explicación! Ni yo me hubiera esforzado en dársela, pero dentro de mí estallaba una chispa de felicidad al intuir, en aquellas primeras melodías que entonaban alumnos/as de un colegio público, que algo muy profundo había cambiado, estaba cambiando.

Y hoy, tras años transcurridos, vuelvo a suplicar: ¡Que siga el cambio, que no se detenga, por favor!

No hay comentarios:

Publicar un comentario