Los mayores de la clase me pusieron sobre la pista: En
una habitación en la ribera hay un
chaval que se droga. Estuvo un año con usted. ¿No se acuerda? Era un nene alto
que vivía con el padre.... Ahora vive solo.
Durante unos días, anduve inquieta. Recordaba perfectamente
a aquel alumno que, puntualmente, siempre limpio, impecable ocupaba su sitio,
al final de la clase, ya que dada su estatura podía impedir la visión de los
demás. Era inteligente, silencioso, trabajador. Aparentemente era un alumno sin
problemas. Solo en una ocasión hablé con el padre que se expresó con toda
claridad: mi José -no era su nombre- y yo vivimos solos. Mi mujer nos dejó y se
fue a Mallorca con otro. Nos ha hecho polvo, sobre todo a mí. El niño no lo
lleva mal.
Me pareció que, no obstante la opinión del padre, aquel
muchacho debería estar sufriendo un drama. De ahí que hablara con él. Pero fue
escueto, reservado, cauteloso en su respuestas: me da igual. Si se ha ido, ella sabrá. Yo vivo con mi padre...
No quise inmiscuirme más en el tema. Tenía la impresión de que para “José” era
incómodo el hablar de su madre y de su actual situación, pero no dejé de estar
pendiente de cualquier gesto que me pudiera dar oportunidad de acercarme a él. No
hubo mucho tiempo. José terminó
brillantemente el curso. Al despedirme de cada alumno en particular, él me
dijo: ya no vuelvo más a este
colegio, porque me voy al pueblo con mi
abuela...¿Y eso? -le pregunté algo extrañada-. Es que mi padre se va a trabajar a Barcelona.
¿Te gusta ir al pueblo? Me da igual -contestó en un tono
de total indiferencia-. Bueno, pues
acuérdate de nosotros. Escríbeme, si quieres, alguna vez...
Habían pasado justo
diez años. No descansaba a gusto. En mi cabeza, aquel muchacho, alumno al que, jamás debí “olvidar” en la creencia de que todo le iría bien. Lo imaginaba como
abandono, como olvido... al que yo había contribuido y hacia el cual me sentía
comprometida con urgencia. Hablé con el director. Sí; lo recordaba. Su nombre
figuraba en las actas más antiguas del colegio, y su baja por motivos de
desplazamientos, y su brillante expediente de aquel curso y de los anteriores
Con ayuda de algunos alumnos de los más responsables y con
toda prudencia, pude encontrarlo. Me
acompañaron hasta una casa de vecinos con reminiscencias de tiempos perdidos. ¡Ahí es! -exclamaron- ¡En la puerta gris!
Y se alejaron. Allí,
me encontré, a bocajarro, en un patio compartido en el que, pegadas a
sus respectivas ventanas, diez o doce
personas clavaban sus miradas inquisidoras en mí. Una puerta gris, con muchas
manos de pintura, se abrió, tras golpearla sigilosamente varias veces. Frente a
mí una buhardilla descuidada con intenso olor a tabaco negro.
¿Puedo entrar..? -pregunté al hombre que era ya José y que con mal aspecto, barba
descuidada, ropas desarrapadas, con la
cabeza perdida entre los hombros, sólo
como respuesta exclamó, dando un portazo y mirando de reojo a las
mujeres del patio: ¡Tías putas y
marranas! Como único mobiliario, una cama catre cubierta por una
manta de cuadros y, como única decoración, una estampa de María Auxiliadora,
sujeta, por cuatro chinchetas, a la pared. El chaval, mi desconcertante
descubrimiento, se quedó allí, agazapado en el catre: ciego, sordo, mudo...
Pero yo había oído su voz, había advertido, en los
instantes que mediaron entre abrirme la puerta y el regreso a su retiro, la
corpulencia y cierta distinción de su figura. No obstante, fue todo tan rápido
que más bien se me antojo un ligerísimo visaje. Echada en la pared, opté por
una postura serena y casi reverente, como si temiera romper, con mi presencia,
el vaso de barro de algún recóndito maleficio, o profanar la intimidad sagrada
de un místico retiro.
Pasaron unos minutos. El muchacho, con un leve movimiento
de su cuerpo, me invitó a sentarme junto a él en la única silla que, como todo
confort acompañaba a la cama catre.
Fue entonces, cuando me decidí a pronunciar las primeras
palabras:¿Te acuerdas de
mí?...... Me han dicho que estabas
aquí y... Sin levantar la
cabeza, silenciando con un gesto mi boca, simultaneando quejidos y silencios,
largos y angustiosos silencios, suspiros y lágrimas, prorrumpió en un dramático
monólogo:
Sí la recuerdo, pero
todo está escrito. Por
favor, no diga nada. Todo está dicho. ¡Qué terrible oscuridad! Todo es negro
como en mis miedos de niño. Todo está encantado por la mano siniestra del
destino. Detrás de mí, no hay nadie. Mis sueños están rotos en mil pedazos.
Todo está muerto, ¡muerto, muerto! - repetía en una apocalíptica desolación
- Es mejor estar muerto que vivir en la
sombra de un recuerdo: ¡mi madre! Ella era mi mamá. sabía bordar, pintar...
Tenía las manos finas como la seda! ¡Maldita sea! Se fue. Yo tuve juegos de
niño, y besos, y días de Reyes, y Primera Comunión, y cumpleaños... Ahora no sé
cómo fueron aquellos días... ¿qué puedo hacer yo? La droga me consume, pero...
Mi viejo no sabe. Me manda dinero pero no s
Sus palabras impusieron
tal silencio, tal dramatismo que mi larga ya experiencia en el trato con
alumnos quedó reducida a un no saber qué
hacer, qué decir... Al fin, notándome impotente dije algo, echándole un brazo
por los hombros. No sé muy bien qué puedo hacer por ti, pero no
voy a dejarte... ¡Seguro, seguro..! No
se preocupe -me contestó en un gesto que me pareció dulce-. Todo está escrito,
todo está hecho..
Desde luego, no lo abandoné. Hoy sé por él mismo que terminó los estudios y
es un excelente informático. Está casado, tiene hijos... Cuando lo encontré en buhardilla tenía veintidós años.
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