sábado, 3 de marzo de 2018

Un alumno en la sombra


Los mayores de la clase me pusieron sobre la pista:  En una habitación en la ribera  hay un chaval que se droga. Estuvo un año con usted. ¿No se acuerda? Era un nene alto que vivía con el padre.... Ahora vive solo.
Durante unos días, anduve inquieta. Recordaba perfectamente a aquel alumno que, puntualmente, siempre limpio, impecable ocupaba su sitio, al final de la clase, ya que dada su estatura podía impedir la visión de los demás. Era inteligente, silencioso, trabajador. Aparentemente era un alumno sin problemas. Solo en una ocasión hablé con el padre que se expresó con toda claridad: mi  José -no era su nombre- y yo vivimos solos. Mi mujer nos dejó y se fue a Mallorca con otro. Nos ha hecho polvo, sobre todo a mí. El niño no lo lleva mal.
Me pareció que, no obstante la opinión del padre, aquel muchacho debería estar sufriendo un drama. De ahí que hablara con él. Pero fue escueto, reservado, cauteloso en su respuestas: me da igual. Si se ha ido, ella sabrá. Yo vivo con mi padre... No quise inmiscuirme más en el tema. Tenía la impresión de que para “José” era incómodo el hablar de su madre y de su actual situación, pero no dejé de estar pendiente de cualquier gesto que me pudiera dar oportunidad de acercarme a él. No hubo mucho tiempo.  José terminó brillantemente el curso. Al despedirme de cada alumno en particular, él me dijo: ya no vuelvo más a este colegio, porque me voy  al pueblo con mi abuela...¿Y eso? -le pregunté algo extrañada-. Es que mi padre se va a trabajar a Barcelona. ¿Te gusta ir al pueblo? Me da igual -contestó en un tono de total indiferencia-. Bueno, pues acuérdate de nosotros. Escríbeme, si quieres, alguna vez...
Habían pasado  justo diez años. No descansaba a gusto. En mi cabeza, aquel muchacho,  alumno al que, jamás debí  “olvidar” en la creencia  de que todo le iría bien. Lo imaginaba como abandono, como olvido... al que yo había contribuido y hacia el cual me sentía comprometida con urgencia. Hablé con el director. Sí; lo recordaba. Su nombre figuraba en las actas más antiguas del colegio, y su baja por motivos de desplazamientos, y su brillante expediente de aquel curso y de los anteriores
Con ayuda de algunos alumnos de los más responsables y con toda prudencia, pude encontrarlo.  Me acompañaron hasta una casa de vecinos con reminiscencias de tiempos perdidos. ¡Ahí es! -exclamaron- ¡En la puerta gris!
Y se alejaron. Allí,  me encontré, a boca­jarro, en un patio compartido en el que, pegadas a sus respectivas ventanas, diez  o doce personas clavaban sus miradas inquisidoras en mí. Una puerta gris, con muchas manos de pintura, se abrió, tras golpearla sigilosamente varias veces. Frente a mí una buhardilla descuidada con intenso olor a tabaco negro.
¿Puedo entrar..? -pregunté al hombre que era ya José y que con mal aspecto, barba descuidada, ropas  desarrapadas, con la cabeza perdida entre los hombros, sólo  como respuesta exclamó, dando un portazo y mirando de reojo a las mujeres del patio: ¡Tías putas y marranas! Como único mobiliario, una cama catre cubierta por una manta de cuadros y, como única decoración, una estampa de María Auxiliadora, sujeta, por cuatro chinchetas, a la pared. El chaval, mi desconcertante descubrimiento, se quedó allí, agazapado en el catre: ciego, sordo, mudo...
Pero yo había oído su voz, había advertido, en los instantes que mediaron entre abrirme la puerta y el regreso a su retiro, la corpulencia y cierta distinción de su fi­gura. No obstante, fue todo tan rápido que más bien se me antojo un ligerísimo visaje. Echada en la pared, opté por una postura serena y casi reverente, como si temiera romper, con mi presencia, el vaso de barro de algún recóndito maleficio, o profanar la intimidad sagrada de un místico retiro.
Pasaron unos minutos. El muchacho, con un leve movimiento de su cuerpo, me invitó a sentarme junto a él en la única silla que, como todo confort acompañaba a la cama catre.
Fue entonces, cuando me decidí a pronunciar las primeras palabras:¿Te acuerdas de mí?......   Me han dicho que estabas aquí  y... Sin levantar la cabeza, silenciando con un gesto mi boca, simultaneando quejidos y silencios, largos y angustiosos silencios, suspiros y lágrimas, prorrumpió en un dra­mático monólogo:
Sí la recuerdo, pero todo está escrito. Por favor, no diga nada. Todo está dicho. ¡Qué terrible oscuri­dad! Todo es negro como en mis miedos de niño. Todo está encantado por la mano siniestra del destino. Detrás de mí, no hay nadie. Mis sueños están rotos en mil peda­zos. Todo está muerto, ¡muerto, muerto! - repetía en una apocalíptica desola­ción -  Es mejor estar muerto que vivir en la sombra de un recuerdo: ¡mi madre! Ella era mi mamá. sabía bordar, pintar... Tenía las manos finas como la seda! ¡Maldita sea! Se fue. Yo tuve juegos de niño, y besos, y días de Reyes, y Primera Comunión, y cumpleaños... Ahora no sé cómo fueron aquellos días... ¿qué puedo hacer yo? La droga me consume, pero... Mi viejo no sabe. Me manda dinero pero no s
Sus palabras impusieron  tal silencio, tal dramatismo que mi larga ya experiencia en el trato con alumnos  quedó reducida a un no saber qué hacer, qué decir... Al fin, notándome impotente dije algo, echándole un brazo por los hombros.  No sé muy bien qué puedo hacer por ti, pero no voy a dejarte...  ¡Seguro, seguro..! No se preocupe -me contestó en un gesto que me pareció dulce-. Todo está es­crito, todo está hecho..
Desde luego, no lo abandoné.  Hoy sé por él mismo que terminó los estudios y es un excelente informático. Está casado, tiene hijos...  Cuando lo encontré en buhardilla  tenía veintidós años.




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