En mi larga práctica profesional siempre he tenido algo muy
claro: no hay alumnos malos, sino el alumno con problemas concretos e
individuales que, en cada caso, exigen una atención específica de acuerdo con
su propio sistema autodefensivo.
H. Benson explica con toda claridad donde radica la raíz de
nuestros comportamientos, así como también las posibilidades de cambio. “A lo
largo de los años -dice- en el cerebro se van formando “circuitos” y “canales”
de pensamiento, es decir, vías físicas que controlan la forma en qué pensamos y
actuamos. Muchas veces, estas vías o hábitos llegan a estar tan fijados que se
convierten en los que yo llamo “instalación”, tal como hablamos de instalación eléctrica. Es
decir, los circuitos o canales llegan a estar tan empotrados que parece casi
imposible transformarlos. De hecho se convierten en parte del cerebro, en parte
de nosotros mismos... La cuestión de cómo se pude cambiar un mal hábito,
resolver un problema o adquirir una actitud nueva se reduce a crear un vehículo
de comunicación nuevo como resultado de un tipo de circuito diferente entre
hemisferios del cerebro desigualmente desarrollados”.
Desde mis propias vivencias, las siguientes conclusiones: Los
seres humanos tenemos todos el privilegio de la unicidad, somos piezas,
pequeñas o grandes, del gran puzzles que es el mundo, y la principal misión del
educador debería estribar en atender esa maravillosa diversidad que por
conflictiva que nos resulte, es, no
obstante, fracción que no podemos obviar y que tenemos la obligación de rescatar
y “reparar” creando circuitos nuevos de comunicación que vayan en línea con la
auténtica personalidad individual. Muchas veces esas instalaciones cerebrales
han sido provocadas por ignorar las
auténticas capacidades e inteligencias de los alumnos a los que hemos ido
tachando en su largo proceso escolar de malos alumnos a los que hemos
sermoneado en exceso, corregido y anatematizados como fracasados.
Desde mi punto de vista los alumnos no fracasan jamás; somos los
educadores, en general, los que con nuestros manidos modos de entender al ser humano,
fracasamos al intentar lograr un resultado total dónde no hay sumandos sino una maravillosa
diversidad.
También los padres deben estar atentos a estas diferencias
individuales de sus hijos, y no establecer comparaciones, ni categorías que
conlleven una sobre valoración de capacidades sobre otras. Se impone una
necesaria reflexión: En este mundo moderno buscamos, valoramos y dedicamos
muchos esfuerzos a ser más que el otro, y pocos o ningunos a ser otro.
No se podría decir que un
árbol es gigante y un rosal, pongo por caso, enano., porque ambos embellecen
jardines y plazas y, sobre todo, porque ambos, desde su diversidad, son el
oxigeno que respiramos.
Miremos, pues, a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a nosotros
mismos como lo que somos: únicos e irrepetibles.
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