Queridos amigos/as, compañeros/as: todos los días tendríamos que celebrar algo dedicado a la infancia. No basta con un día al año. Por eso este fin de semana lo quiero dedicar especialmente a ellos.
Precioso dibujo de mi nieto de cuatro años.
Jardín de la abuela, llama a mi terraza.
Un
alumno de seis años me decía: Seño, mi madre, por mucho que le hablo, no me
contesta. Será que no te oye -le dije por contestar algo-. Sí me oye -insistió
rotundo el pequeño-, porque mi padre le habla
muy bajito y ella le contesta.
¡Mi madre no es sorda!
Un día quise investigar qué podía pasarle a la madre
para que el pequeño tuviera aquella idea de no ser oído. La madre, una mujer
joven y receptiva, me facilitó el trabajo: con una forzada sonrisa, exclamó: ¡Lleva razón el niño..!
Pero es que tengo seis hijos, señorita, y él es el mayor. Dos son mellizos, y
la verdad es que no tengo tiempo de pararme
a escucharlos.. ¡Todo el tiempo es poco para arreglar la casa, hacerles
la comida y tenerles las ropas a punto! ¡Si me tuviera que parar a
escucharlos..!
Por supuesto entiendo cuán necesario es para una madre atender,
en primer lugar, las necesidades llamadas básicas: comidas, ropas, etc. No
obstante, desde mi punto de vista es sumamente básica también la necesidad de sacar
tiempo y oír lo que dicen los niños.
No debería haber oídos sordos para las palabras de
un niño, ni debería haber ciegos para los escritos de un niño. Ellos sólo
tienen palabras, bien orales, bien escritas. Los mayores tenemos además la
obligación de escucharlos y entenderlos y, entre otras razones, porque la
infancia se nos escapa mucho antes de lo que creemos y la madre y maestra calle
¡sí que los escuchara, entenderá y marcará para siempre!
Cuando
un niño cuenta, pregunta... descubrámonos
para oírlo, porque seguro que algo nos
exige, algo nos reprocha, algo nos aplaude,
mucho nos condena. ( I. Agüera )
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