viernes, 21 de noviembre de 2014

Recordando a un niño

En mis muchos años de profesión he perdido alumnos que me han  dejado profunda huella. A ellos quiero dedicar mi recuerdo estos días  en los que deseo prolongar el Día del Niño.



Si pudiera empapelaría el mundo con dibujos de niños/as, 
porque en ellos solo hay alegría, inocencia, amor


Han pasado años, muchos, pero al celebrar de nuevo el Día del Niño a mi memoria acude aquel alumno de diez años de mi Centro que, habiendo conocido pronto el dolor de la vida, miraba desde una inmensa tristeza, matizada, de vez en cuando, de ingenua felicidad. Él era tierno tallo herido, a penas despuntar, que sobrevoló por nuestras vidas, cual estrella fugaz de la que más bien queda el recuerdo de un maravilloso rastro luminoso y la certeza de haber sido testigos de su deslumbrante existencia. Él era Rafael, pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros... Y Rafael se nos fue de pronto. Un día cualquiera, mientras sus compañeros en clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras su silla, vacía como otras veces, casi no extrañaba a nadie, mientras cada cual en su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con nimiedades, con absurdos y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de un futuro que nos deparara mayor bienestar. Ni siquiera una corazonada, un telepático presagio; nada. La vida del pequeño Rafael, como blanquísima espuma de mar, se desvaneció con el viento. Y era un bonito día de primavera, y el sol siguió su curso, y las margaritas y las amapolas, en un frondoso salvaje, parecían entonar el más bello himno de la alegría, y en las calles, el tráfico, los ruidos, las prisas... Pero en medio de esta eclosión de vida, un pequeño féretro nos llenaba de tristeza a todos los que vivimos, de una manera u otra, la corta vida de aquel niño. Lo recuerdo, especialmente en este día, y unas lágrimas corren por mis mejillas. Sí, un alumno es como un hijo que cae en nuestras manos y nos hace sentir que servimos para algo. ¡Échame una mano, tú que está en el cielo!, y espérame, espéranos.
Y ahora aquí, en este rincón, frente a mi ordenador, lugar preferente, lo recuerdo y unas lágrimas me apuntan de nuevo,  sin poderlo evitar, por las mejillas, y no sólo es recuerdo de pasado, sino más bien, es presente, algo así como un poderoso árbol que se me crece y cuyas raíces, y ramas, y hojas y flores, si bien
 amainaron en las estrellas, dentro de mi corazón marcaron profunda huella. Tus libros me gustan mucho -me repetía en ternura infinita -, y son muy bonitos, y mi madre me los ha comprado y por las noches los leo, y me gustan... Y también tengo tu foto del periódico, y la guardo porque también me gusta, y  me gusta tu tórtola porque es blanca y porque  ríe.
Y, mientras balbuceaba estas maravillosas palabras, una ligera sonrisa se esbozaba en su rostro, pegado tantas veces, bien a la mesa de secretaría, bien a la mesa del director, en un intento de mitigar aquel dolor de cabeza que -¡maldita sea!- se lo llevó.
Mi fe es lucha en un Dios que no comprendo, pero en el que, desde mi pequeñez, confío y espero. Por eso, creo que Rafael está con Dios, y creo que Rafael está con nosotros.
Mi pequeño y agradecido niño: Jamás olvidaré que unos cuentos míos, unas poesías, una  fotografía mías, mitigaron el dolor que, postrado de mesa en mesa, soportabas. Nunca me lo había planteado hasta aquel día: bien merece la vida, si en ella se puede escribir un cuento, una poesía que haga feliz a un niño/a.






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